jueves, 1 de diciembre de 2011

Nunca pasa nada. Juan Antonio Hidalgo






El despertador tiene un sonido estridente en el piso casi vacío. Es demasiado temprano aún, las luces del alba ni siquiera han comenzado a aparecer por el horizon te, cuando suena, y Blanca se despierta sobresaltada. Oye a su pequeño llorar. Esta noche apenas lo ha oído, aunque tiene solo nueve meses y suele interrumpir el sueño de su madre cada noche con múltiples llantos.
Antes siquiera de pensar en lo que tiene que hacer ese día, Blanca acude a ver a su hijo, que duerme en una cuna regalada junto a su cama. El pequeño se calla nada más ver aparecer su cara. Le sonríe. Se ha acostumbrado a un rostro surcado por unas ojeras que aparecieron hace casi un año y que han apagado la belleza de su madre, que aún no ha cumplido los dieciocho.
Ella coge en brazos al pequeño, lo besa, lo abraza, y se lo lleva a la cocina, cantándole suavemente, al oído, mientras prepara su biberón. Después del desayuno, frugal en su caso, lo deja de nuevo en la cuna, limpia un poco la casa, recoge los restos de la cena del día anterior y se prepara para ir a trabajar. Abriga al pequeño, en la calle hace frío, y sale con él cerrando tras de sí la puerta del minúsculo piso en el que vive. Cuando cruza el portal de su bloque son las siete y media de la mañana.
Hasta la parada del autobús, Blanca tiene que caminar casi cinco minutos. Al menos tiene la suerte de poder llevarse a su hijo consigo. En el día de hoy tiene que recorrer la ciudad prácticamente de punta a punta. Blanca limpia casas. Es lo único que encontró. Al quedarse embarazada tuvo que abandonar los estudios y buscar algo con lo que mantenerse. Podía haberlo intentado con otra cosa, pero en ningún sitio le quisieron dar nada al ver su entonces incipiente barriga. Sus padres la echaron de casa y su primera idea fue irse con su novio. Aquello no funcionó. El chico no quiso saber nada de ella, y la madre de éste, temiendo que aquella niña pudiese manchar el buen nombre y la reputación de su familia, compró su silencio. Le dio un dinero que le permitió alquilar por unos meses un piso, del que decir que era de tamaño reducido sería decir mucho en su favor, y guardó algo para los meses en los que su estado le impidiera trabajar. Con lo que ganara hasta entonces intentaría sobrevivir durante ese tiempo y hasta que pudiese volver a buscar algo.



El autobús se detiene y Blanca se baja del mismo, cargada con una mochila con las cosas que necesita su niño a la espalda, y éste abrazado contra su pecho. El pequeño se ha quedado dormido. El ascensor parece estar esperándola y se abre en cuanto ella pulsa el botón de llamada. El piso al que va está en la quinta planta, y la familia está ya esperándola cuando ella llama al timbre. La señora de la casa es doctora, el señor abogado, los dos hijos estudian en la universidad. Blanca es tres años menor que el menor de los hijos de la familia. Todos la saludan a ella y a su hijo, que se ha despertado al salir del ascensor. El joven ha intentado invitar a Blanca a tomar algo alguna tarde, siempre cuando se encontraban a solas, sin padres ni hermana presentes, pero ella nunca ha aceptado, no cree que sea buena idea. Además, tampoco tendría dónde dejar a su pequeño. Ella no lo sabe, pero él no pierde las esperanzas de que algún día diga que sí. Y él tampoco lo sabe, pero ella nunca lo hará.
Tan sólo unos minutos después, todos los miembros de la familia se van de la casa, cada uno con un destino propio, y Blanca puede hacer su trabajo con tranquilidad. Siempre ocurre del mismo modo, dos veces por semana. Nunca hay novedad. Y hoy no va a ser diferente. Mientras su hijo duerme o se entretiene con alguno de sus juguetes, ella limpia la casa. A veces tiene que parar para alimentar o cambiar los pañales del pequeño. Pero son interrupciones breves. Cuatro horas después, cuando ella ya ha terminado, recoge las cosas de su hijo, las vuelve a guardar en su mochila, y sale de la casa tirando de la puerta que se cierra a sus espaldas.  
Ya en la calle vuelve a coger el autobús, otra línea distinta, ya casi se conoce el recorrido de todas. Es lo que tiene tener que limpiar siete hogares distintos, de lunes a sábado, sin descanso (salvo cuando la familia en cuestión se lo pide), repartidos por toda la ciudad. Cuando llega a su segunda casa del día son cerca de las doce y media, y su propietaria ya no está. Blanca abre con la llave que ésta le prestó. Es una ejecutiva de una agencia de publicidad, joven, bella y con una vida muy agitada. En los tres meses que Blanca lleva limpiado para ella, se ha encontrado allí, los sábados, que son los días que llega más temprano (y los que la ejecutiva se despierta más tarde) con siete chicos distintos.
Le gusta limpiar en esta casa. Le gusta estar aquí. Y le gustaría estar más tiempo. A decir verdad, le encantaría vivir aquí, desearía ser ella la ejecutiva de vida agitada, a la que envidia. El teléfono suena mientras ella limpia. Algo habitual en aquella casa. Blanca lo deja sonar hasta que salta el contestador. Una voz de hombre saluda a la dueña de la vivienda. Y le informa de que los resultados son claros y no existe la más mínima duda. Está embarazada. A Blanca se le cae el jarrón que tiene en las manos y acaba estrellándose contra el suelo. Se queda paralizada, aturdida. Quizás por que recuerda lo que sintió ella cuando escuchó la misma noticia de boca de su doctor, quizás teme por la dueña de la casa, por lo que pueda cambiar su vida y por lo que le pueda repercutir a ella directamente. O quizás se le acaba de derrumbar su mito y ya no desea tanto ocupar el lugar de la dueña de aquella casa en la que un jarrón acaba de estamparse contra el suelo y para lo que ella no tiene explicación que dar. Pero seguro que cuando la ejecutiva escuche el mensaje, el asunto del jarrón que falta deja de tener tanta importancia.
El autobús llega pronto a la parada. Blanca hace una pequeña pausa para tomar algo. Acaban de dar las tres de la tarde y, a diferencia del pequeño, que ya ha comido varias veces, ella no ha probado bocado desde el desayuno y ya le fallan las fuerzas. Aunque a lo que hace no puede llamarse precisamente almuerzo. Blanca come poco. No quiere ganar peso, aunque ya no pueda perder más. Y tampoco quiere gastar en sí más de lo estrictamente necesario. Su hijo es distinto. Lo daría todo por él. Pero ella no necesita tanto. Al menos eso es lo que Blanca piensa de sí misma.
La tercera casa del día está muy cerca del centro. A la vez, muy lejos de su piso. Es enorme. Antes de llegar aquí, Blanca pensaba que estas casas sólo existían en sitios como Hollywood, y que sus dueños eran las superestrellas de las películas que, antes de su embarazo, veía en el cine, y que ahora sólo veía por televisión. Pero ésta está aquí, en su propia ciudad, y sus dueños son un matrimonio de ancianos incapaces de sacarla adelante ellos solos. La casa es tan grande que ella tiene que limpiarla por partes, tres días a la semana. Salvo casos que se dan extrañamente, los ancianos siempre están allí. Se quedan con el pequeño mientras Blanca se encarga de su trabajo del día, en otra parte de la casa. Pagan bien, mejor que el resto, más de lo que ella había pedido. Blanca cree que están necesitados de compañía y que su presencia y la de su hijo allí les llena de vida. En el fondo, le dan lástima.
El sol está ya casi oculto por completo cuando llega de vuelta a su casa, con su hijo dormido en brazos. Cansada, muy cansada. Desnuda al pequeño, se desnuda ella, y se mete en la bañera que ha preparado, con agua ni demasiado caliente ni demasiado fría, para darse un baño con su hijo, que ya está despierto. Este es para ella el mejor momento del día. Blanca sale de la bañera con el pequeño, que se ríe mientras ella lo seca y juguetea con él. Prepara la comida del bebé y un sándwich con un vaso de cola para ella. El niño se duerme casi enseguida, ella poco después, frente a la televisión, que esta noche no ofrece nada de interés. Se despierta cuando lo oye llorar. Son algo más de las dos de la madrugada. El programa que estaba viendo ha cambiado por completo, y ahora una chica poco mayor que ella y con un gran escote grita pidiendo que la llamen para responder a no-se-qué pregunta. Mecánicamente, apaga el televisor y tras cambiar al pequeño se mete en la cama. Aún puede a provechar tres o cuatro horas más de sueño.
El zumbido ruidoso del despertador la saca de un sueño maravilloso que Blanca olvida al abrir los ojos. Se da cuenta de que está en la cama, pero lo último que recuerda es estar sentada en el sofá viendo la televisión. Su pequeño llora llamándola. Ella acude a verlo, le saluda, él sonríe, y todo lo demás pierde importancia. Aquello es lo que real y únicamente tiene valor para ella en la vida.
La primera casa del día está relativamente cerca. Si quisiera podría ir andando, pero prefiere tomar el autobús, aunque sólo sea para tres paradas. Los propietarios son un matrimonio joven de profesores que trabajan en escuelas diferentes. Tienen un hijo de dos años al que llevan a la guardería los dos, en días alternos. Hoy le toca a ella. Salen pronto de casa y Blanca empieza a hacer su trabajo. No sabe por qué, pero hoy le cuesta más, se siente más cansada. Y cuando termina, se sienta en el sillón un rato. Cuando se quiere dar cuenta ya han pasado dos horas, y aunque todavía queda tiempo para que los dueños regresen, se angustia, recoge sus cosas lo más rápidamente que puede y se va de allí.
Se monta en el autobús. Este camino, este día, no le gusta. Tiene que pasar por su antigua calle. Se asoma por la ventana y ve los balcones de su antigua casa, pero a ninguno de sus familiares.
El día en que Blanca descubrió que estaba embarazada hacía poco que había cumplido los dieciséis años. Su mundo se hundió. Lloró mucho cuando salió de la consulta del doctor que le confirmó la noticia. Enseguida llamó a su novio para decirle que tenían que quedar y hablar. Él no sospechaba nada, y la noticia fue un jarro de agua fría. Su cara cambió por completo y las lágrimas de Blanca no lo ablandaron. La dejó sentada en aquella plaza diciéndole que ese era ahora su problema y que no quería volver a saber nada más de ella ni de “aquello” que tenía en su tripa. Su madre lloró aún más que ella aquella noche, cuando llegó a casa y se lo contó. Su padre salió por la puerta con el rostro serio y no abrió la boca. Blanca dijo que no sabía que iba a pasar, que todas sus amigas lo hacen y que nunca pasa nada.
- Nunca pasa nada, nunca pasa nada... ¡¡Hasta que pasa!! –contestó la madre.
La mandó a la cama sin cenar, diciéndole que ya hablarían. Blanca tardó en dormir aquella noche. Sólo cuando ya no le quedaban lágrimas, el sueño la venció. Un rato después, no supo precisar exactamente cuánto, despertó sobresaltada cuando su padre la zarandeaba y le gritaba. La sacó de la cama y a empujones la echó del piso y la dejó en el pasillo de la tercera planta del bloque en que vivía, cerrando de un portazo una vez que ella estaba fuera. No sabía qué hacer, y se sentó en las escaleras a esperar. Sólo tenía lo que llevaba puesto, una camiseta de tirantes y unas bragas.
La puerta de la vecina se abrió. Pasa pequeña, le dijo. La dejó dormir allí. Sólo esta noche, le dijo. Ya verás como todo se arregla, tu padre tiene ese pronto pero no es malo, ya verás como al final no pasa nada, nunca pasa nada.
A la mañana siguiente, cuando Blanca abrió la puerta del piso de la vecina encontró una maleta delante del suyo. Ni siquiera tuvo que mirar en su interior para saber que allí estaban sus cosas. Desde entonces no había vuelto a ver a nadie de su familia.
Ya han pasado seis paradas desde que abandonó su calle. Le falta poco para llegar a su destino. Blanca está cerca de la puerta de salida del autobús, para no perder mucho tiempo cuando éste se detenga. Entonces ve a su madre, que se dispone a bajar justo en la parada anterior a la suya. Ella tarda algo más en darse cuenta, cuando está casi junto a la puerta. La mira, su rostro se torna serio. No le dice una sola palabra, agacha la cabeza y ni siquiera mira al pequeño. Sale del autobús cuando las puertas del mismo se abren. Blanca la pierde de vista cuando el vehículo reinicia su marcha alejándose de allí. La mujer, que ha dado la espalda al bus, no se gira para verlo marcharse. Sigue su camino, con la cabeza agachada, hasta que el vehículo se pierde de vista al girar dos calles más allá.
Blanca llega a la segunda casa del día. En realidad es una oficina. Allí trabajan tres personas, y nunca reciben visitas. El pequeño tampoco molesta. Y todos lo quieren. Se disculpa por llegar un poco más tarde que de costumbre. Le dicen que no tiene importancia. La reciben bien, incluso se dan cuenta de que ha pasado algo, porque Blanca no tiene buena cara hoy. Pero ella dice que no ocurre nada, que qué iba a pasar. Y sonríe. Salvo su hijo, nadie suele verla sonreír, pero ellos no lo saben y no se percatan de la suerte que tienen por ello.
Limpia mientras los demás están atareados con sus ordenadores y yendo y viniendo a los archivos. Blanca no sabe a qué se dedican, sólo que nunca los ve parados. Ella termina pronto, es una tarea fácil y rápida. La invitan a un café de la cafetera de la propia oficina (Blanca cree que deben beberse entre los tres no menos de ocho o nueve cafeteras cada día), ella acepta, y se sienta con ellos, que no paran en sus tareas mientras tienen con Blanca una conversación trivial, le preguntan por el pequeño, y por si puede cambiar sus turnos para la semana que viene. Ella consulta su pequeña agenda y dice que sí. Todos felices entonces, te pagaremos un extra por las molestias, le dicen. No es necesario, contesta, pero más por cortesía que por otra cosa, tampoco ofrece mucha resistencia. Algo más de dinero nunca le viene mal. Todo está subiendo demasiado y cada vez le sale mas caro comprar lo mínimo necesario para su casa y para su pequeño.
Ese día termina su tarea un poco antes que de costumbre. El sol todavía está fuera. Ella aprovecha un poco para pasear con el pequeño, sentarse en una plaza y comprarse un paquete de pipas, hace siglos que no come pipas sentada en una plaza, y al fin y al cabo todavía es una niña, como quien dice...
Al llegar a casa se da un baño relajante, junto con su bebé. Le encanta disfrutar de ese momento. Abraza a su pequeño, que le sonríe e intenta acariciar la cara de su madre. Ella suelta una lágrima de felicidad. Después piensa en lo que va a cenar esa noche, no sabe si echarán algo bueno por la tele, pero tampoco importa. No tiene otra cosa mejor que hacer.
A la mañana siguiente, el sonido estridente del despertador no llega a sonar. Blanca se ha levantado cinco minutos antes de que suene. Hoy ha sido ella la que ha despertado a su hijo, aunque antes ha estado viéndolo dormir unos minutos.
Cuando sale a la calle el sol está empezando a aparecer por el horizonte. La ciudad comienza a desperezarse. Aún hace frío.




Nunca pasa nada. Juan Antonio Hidalgo






El despertador tiene un sonido estridente en el piso casi vacío. Es demasiado tem prano aún, las luces del alba ni siquiera han comenzado a aparecer por el ho ri zon te, cuando suena, y Blanca se despierta sobresaltada. Oye a su pequeño llorar. Esta no che apenas lo ha oído, aunque tiene solo nueve meses y suele interrumpir el sueño de su madre cada noche con múltiples llantos.
Antes siquiera de pensar en lo que tiene que hacer ese día, Blanca acude a ver a su hijo, que duerme en una cuna regalada junto a su cama. El pequeño se calla nada más ver aparecer su cara. Le sonríe. Se ha acostumbrado a un rostro surcado por unas ojeras que aparecieron hace casi un año y que han apagado la belleza de su ma dre, que aún no ha cumplido los dieciocho.
Ella coge en brazos al pequeño, lo besa, lo abraza, y se lo lleva a la cocina, can tán dole suavemente, al oído, mientras prepara su biberón. Después del desayuno, fru gal en su caso, lo deja de nuevo en la cuna, limpia un poco la casa, recoge los restos de la cena del día anterior y se prepara para ir a trabajar. Abriga al pequeño, en la ca lle hace frío, y sale con él cerrando tras de sí la puerta del minúsculo piso en el que vi ve. Cuando cruza el portal de su bloque son las siete y media de la mañana.
Hasta la parada del autobús, Blanca tiene que caminar casi cinco minutos. Al me nos tiene la suerte de poder llevarse a su hijo consigo. En el día de hoy tiene que re correr la ciudad prácticamente de punta a punta. Blanca limpia casas. Es lo único que encontró. Al quedarse embarazada tuvo que abandonar los estudios y buscar algo con lo que mantenerse. Podía haberlo intentado con otra cosa, pero en ningún sitio le qui sieron dar nada al ver su entonces incipiente barriga. Sus padres la echaron de ca sa y su primera idea fue irse con su novio. Aquello no funcionó. El chico no quiso sa ber nada de ella, y la madre de éste, temiendo que aquella niña pudiese manchar el buen nombre y la reputación de su familia, compró su silencio. Le dio un dinero que le per mitió alquilar por unos meses un piso, del que decir que era de tamaño reducido se ría decir mucho en su favor, y guardó algo para los meses en los que su estado le im pidiera trabajar. Con lo que ganara hasta entonces intentaría sobrevivir durante ese tiem po y hasta que pudiese volver a buscar algo.
El autobús se detiene y Blanca se baja del mismo, cargada con una mochila con las cosas que necesita su niño a la espalda, y éste abrazado contra su pecho. El pe que ño se ha quedado dormido. El ascensor parece estar esperándola y se abre en cuan to ella pulsa el botón de llamada. El piso al que va está en la quinta planta, y la fa mi lia está ya esperándola cuando ella llama al timbre. La señora de la casa es doctora, el señor abogado, los dos hijos estudian en la universidad. Blanca es tres años menor que el menor de los hijos de la familia. Todos la saludan a ella y a su hijo, que se ha des pertado al salir del ascensor. El joven ha intentado invitar a Blanca a tomar algo al gu na tarde, siempre cuando se encontraban a solas, sin padres ni hermana presentes, pe ro ella nunca ha aceptado, no cree que sea buena idea. Además, tampoco tendría dón de dejar a su pequeño. Ella no lo sabe, pero él no pierde las esperanzas de que al gún día diga que sí. Y él tampoco lo sabe, pero ella nunca lo hará.
Tan sólo unos minutos después, todos los miembros de la familia se van de la ca sa, cada uno con un destino propio, y Blanca puede hacer su trabajo con tran qui li dad. Siempre ocurre del mismo modo, dos veces por semana. Nunca hay novedad. Y hoy no va a ser diferente. Mientras su hijo duerme o se entretiene con alguno de sus ju guetes, ella limpia la casa. A veces tiene que parar para alimentar o cambiar los pa ña les del pequeño. Pero son interrupciones breves. Cuatro horas después, cuando ella ya ha terminado, recoge las cosas de su hijo, las vuelve a guardar en su mochila, y sa le de la casa tirando de la puerta que se cierra a sus espaldas.  
Ya en la calle vuelve a coger el autobús, otra línea distinta, ya casi se conoce el re corrido de todas. Es lo que tiene tener que limpiar siete hogares distintos, de lunes a sá bado, sin descanso (salvo cuando la familia en cuestión se lo pide), repartidos por to da la ciudad. Cuando llega a su segunda casa del día son cerca de las doce y me dia, y su propietaria ya no está. Blanca abre con la llave que ésta le prestó. Es una eje cu tiva de una agencia de publicidad, joven, bella y con una vida muy agitada. En los tres meses que Blanca lleva limpiado para ella, se ha encontrado allí, los sábados, que son los días que llega más temprano (y los que la ejecutiva se despierta más tarde) con siete chicos distintos.
Le gusta limpiar en esta casa. Le gusta estar aquí. Y le gustaría estar más tiem po. A decir verdad, le encantaría vivir aquí, desearía ser ella la ejecutiva de vida a gi ta da, a la que envidia. El teléfono suena mientras ella limpia. Algo habitual en aquella ca sa. Blanca lo deja sonar hasta que salta el contestador. Una voz de hombre saluda a la dueña de la vivienda. Y le informa de que los resultados son claros y no existe la más mínima duda. Está embarazada. A Blanca se le cae el jarrón que tiene en las ma nos y acaba estrellándose contra el suelo. Se queda paralizada, aturdida. Quizás por que recuerda lo que sintió ella cuando escucho la misma noticia de boca de su doctor, qui zás teme por la dueña de la casa, por lo que pueda cambiar su vida y por lo que le pue da repercutir a ella directamente. O quizás se le acaba de derrumbar su mito y ya no desea tanto ocupar el lugar de la dueña de aquella casa en la que un jarrón acaba de estamparse contra el suelo y para lo que ella no tiene explicación que dar. Pero se gu ro que cuando la ejecutiva escuche el mensaje, el asunto del jarrón que falta deja de te ner tanta importancia.
El autobús llega pronto a la parada. Blanca hace una pequeña pausa para tomar al go. Acaban de dar las tres de la tarde y, a diferencia del pequeño, que ya ha comido va rias veces, ella no ha probado bocado desde el desayuno y ya le fallan las fuerzas. Aun que a lo que hace no puede llamarse precisamente almuerzo. Blanca come poco. No quiere ganar peso, aunque ya no pueda perder más. Y tampoco quiere gastar en sí más de lo estrictamente necesario. Su hijo es distinto. Lo daría todo por él. Pero ella no necesita tanto. Al menos eso es lo que Blanca piensa de sí misma.
La tercera casa del día está muy cerca del centro. A la vez, muy lejos de su piso. Es enorme. Antes de llegar aquí, Blanca pensaba que estas casas sólo existían en si tios como Hollywood, y que sus dueños eran las superestrellas de las películas que, an tes de su embarazo, veía en el cine, y que ahora sólo veía por televisión. Pero ésta es tá aquí, en su propia ciudad, y sus dueños son un matrimonio de ancianos in ca pa ces de sacarla adelante ellos solos. La casa es tan grande que ella tiene que limpiarla por partes, tres días a la semana. Salvo casos que se dan extrañamente, los ancianos siem  pre están allí. Se quedan con el pequeño mientras Blanca se encarga de su tra ba jo del día, en otra parte de la casa. Pagan bien, mejor que el resto, más de lo que ella ha bía pedido. Blanca cree que están necesitados de compañía y que su presencia y la de su hijo allí les llena de vida. En el fondo, le dan lástima.
El sol está ya casi oculto por completo cuando llega de vuelta a su casa, con su hi jo dormido en brazos. Cansada, muy cansada. Desnuda al pequeño, se desnuda ella, y se mete en la bañera que ha preparado, con agua ni demasiado caliente ni de ma siado fría, para darse un baño con su hijo, que ya está despierto. Este es para ella el mejor momento del día. Blanca sale de la bañera con el pequeño, que se ríe mien tras ella lo seca y juguetea con él. Prepara la comida del bebé y un sándwich con un va so de cola para ella. El niño se duerme casi enseguida, ella poco después, frente a la televisión, que esta noche no ofrece nada de interés. Se despierta cuando lo oye llo rar. Son algo más de las dos de la madrugada. El programa que estaba viendo ha cam biado por completo, y ahora una chica poco mayor que ella y con un gran escote gri ta pidiendo que la llamen para responder a no-se-qué pregunta. Mecánicamente, a pa  ga el televisor y tras cambiar al pequeño se mete en la cama. Aún puede a pro ve char tres o cuatro horas más de sueño.
El zumbido ruidoso del despertador la saca de un sueño maravilloso que Blanca ol vida al abrir los ojos. Se da cuenta de que está en la cama, pero lo último que re cuer da es estar sentada en el sofá viendo la televisión. Su pequeño llora llamándola. Ella acude a verlo, le saluda, él sonríe, y todo lo demás pierde importancia. Aque llo es lo que real y únicamente tiene valor para ella en la vida.
La primera casa del día está relativamente cerca. Si quisiera podría ir andando, pe ro prefiere tomar el autobús, aunque sólo sea para tres paradas. Los propietarios son un matrimonio joven de profesores que trabajan en escuelas diferentes. Tienen un hi jo de dos años al que llevan a la guardería los dos, en días alternos. Hoy le toca a ella. Salen pronto de casa y Blanca empieza a hacer su trabajo. No sabe por qué, pero hoy le cuesta más, se siente más cansada. Y cuando termina, se sienta en el sillón un ra to. Cuando se quiere dar cuenta ya han pasado dos horas, y aunque todavía queda tiem po para que los dueños regresen, se angustia, recoge sus cosas lo más rá pi da men te que puede y se va de allí.
Se monta en el autobús. Este camino, este día, no le gusta. Tiene que pasar por su antigua calle. Se asoma por la ventana y ve los balcones de su antigua casa, pero a nin guno de sus familiares.
El día en que Blanca descubrió que estaba embarazada hacía poco que había cum plido los dieciséis años. Su mundo se hundió. Lloró mucho cuando salió de la con sul ta del doctor que le confirmó la noticia. Enseguida llamó a su novio para decirle que te nían que quedar y hablar. Él no sospechaba nada, y la noticia fue un jarro de agua fría. Su cara cambió por completo y las lágrimas de Blanca no lo ablandaron. La dejó sen tada en aquella plaza diciéndole que ese era ahora su problema y que no quería vol ver a saber nada más de ella ni de “aquello” que tenía en su tripa. Su madre lloró aún más que ella aquella noche, cuando llegó a casa y se lo contó. Su padre salió por la puerta con el rostro serio y no abrió la boca. Blanca dijo que no sabía qué iba a pasar, que todas sus amigas lo hacen y que nunca pasa nada.
- Nunca pasa nada, nunca pasa nada... ¡¡Hasta que pasa!! –contestó la madre.
La mandó a la cama sin cenar, diciéndole que ya hablarían. Blanca tardó en dor mir aquella noche. Sólo cuando ya no le quedaban lágrimas, el sueño la venció. Un ra to después, no supo precisar exactamente cuánto, despertó sobresaltada cuando su pa dre la zarandeaba y le gritaba. La sacó de la cama y a empujones la echó del piso y la dejó en el pasillo de la tercera planta del bloque en que vivía, cerrando de un por ta zo una vez que ella estaba fuera. No sabía que hacer, y se sentó en las escaleras a es  perar. Sólo tenía lo que llevaba puesto, una camiseta de tirantas y unas bragas.
La puerta de la vecina se abrió. Pasa pequeña, le dijo. La dejó dormir allí. Sólo es ta noche, le dijo. Ya verás como todo se arregla, tu padre tiene ese pronto pero no es malo, ya verás como al final no pasa nada, nunca pasa nada.
A la mañana siguiente, cuando Blanca abrió la puerta del piso de la vecina en con tró una maleta delante del suyo. Ni siquiera tuvo que mirar en su interior para saber que allí estaban sus cosas. Desde entonces no había vuelto a ver a nadie de su fa mi lia.
Ya han pasado seis paradas desde que abandonó su calle. Le falta poco para lle gar a su destino. Blanca está cerca de la puerta de salida del autobús, para no perder mu cho tiempo cuando éste se detenga. Entonces ve a su madre, que se dispone a ba jar justo en la parada anterior a la suya. Ella tarda algo más en darse cuenta, cuando es tá casi junto a la puerta. La mira, su rostro se torna serio. No le dice una sola pa la bra, agacha la cabeza y ni siquiera mira al pequeño. Sale del autobús cuando las puer tas del mismo se abren. Blanca la pierde de vista cuando el vehículo reinicia su mar cha alejándose de allí. La mujer, que ha dado la espalda al bus, no se gira para verlo mar charse. Sigue su camino, con la cabeza agachada, hasta que el vehículo se pierde de vista al girar dos calles más allá.
Blanca llega a la segunda casa del día. En realidad es una oficina. Allí trabajan tres personas, y nunca reciben visitas. El pequeño tampoco molesta. Y todos lo quieren. Se disculpa por llegar un poco más tarde que de costumbre. Le dicen que no tiene importancia. La reciben bien, incluso se dan cuenta de que ha pasado algo, porque Blanca no tiene buena cara hoy. Pero ella dice que no ocurre nada, que qué iba a pasar. Y sonríe. Salvo su hijo, nadie suele verla sonreír, pero ellos no lo saben y no se percatan de la suerte que tienen por ello.
Limpia mientras los demás están atareados con sus ordenadores y yendo y viniendo a los archivos. Blanca no sabe a qué se dedican, sólo que nunca los ve parados. Ella termina pronto, es una tarea fácil y rápida. La invitan a un café de la cafetera de la propia oficina (Blanca cree que deben beberse entre los tres no menos de ocho o nueve cafeteras cada día), ella acepta, y se sienta con ellos, que no paran en sus tareas mientras tienen con Blanca una conversación trivial, le preguntan por el pequeño, y por si puede cambiar sus turnos para la semana que viene. Ella consulta su pequeña agenda y dice que sí. Todos felices entonces, te pagaremos un extra por las molestias, le dicen. No es necesario, contesta, pero más por cortesía que por otra cosa, tampoco ofrece mucha resistencia. Algo más de dinero nunca le viene mal. Todo está subiendo demasiado y cada vez le sale mas caro comprar lo mínimo necesario para su casa y para su pequeño.
Ese día termina su tarea un poco antes que de costumbre. El sol todavía está fue  ra. Ella aprovecha un poco para pasear con el pequeño, sentarse en una plaza y com prarse un paquete de pipas, hace siglos que no come pipas sentada en una plaza, y al fin y al cabo todavía es una niña, como quien dice...
Al llegar a casa se da un baño relajante, junto con su bebé. Le encanta disfrutar de ese momento. Abraza a su pequeño, que le sonríe e intenta acariciar la cara de su ma dre. Ella suelta una lágrima de felicidad. Después piensa en lo que va a cenar esa no che, no sabe si echarán algo bueno por la tele, pero tampoco importa. No tiene otra co sa mejor que hacer.
A la mañana siguiente, el sonido estridente del despertador no llega a sonar. Blan ca se ha levantado cinco minutos antes de que suene. Hoy ha sido ella la que ha des  pertado a su hijo, aunque antes ha estado viéndolo dormir unos minutos.
Cuando sale a la calle el sol está empezando a aparecer por el horizonte. La ciu dad comienza a desperezarse. Aún hace frío.

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