miércoles, 11 de enero de 2012

El Rectángulo Luminoso. David Garrido Navarro




Estaba sentado frente al televisor, mirando hacia el vacío de una pantalla hueca que intentaba desesperadamente llamar su atención sin conseguirlo. No, no veía nada de lo que aquel rectángulo grasiento y lleno de polvo le estaba vomitando a la cara. Ni siquiera veía los cuerpos hermosos y semidesnudos de aquellas chicas que desfilaban frente a él incitándole a que comprara un nuevo desodorante que, bajo sus sobacos, pondría en celo a toda hembra que se cruzase en su camino. No, aquellas chicas desfilaron en cueros ante sus ojos y él ni se enteró. Una pena, porque llevaba mucho tiempo sin comerse una rosca y aquel desodorante podría haberle venido de perlas. Tampoco se enteró de las ventajas de contratar una linea adsl con una compañía que parecía estar verdaderamente preocupada por el bienestar de sus clientes. Como preocupados estaban, pero por el medio ambiente, unos fabricantes de coches cuyos automóviles no solo no contaminaban, sino que además eliminaban residuos de la atmósfera. Y eran coches muy baratos, que además se podían pagar a plazos, con una financiación realmente atractiva. Él siguió sin reaccionar. De repente un yogur, aunque no un yogur cualquiera, era un yogur con no sé que bichitos que eran capaces de salvarle a uno la vida, pues te curaban el colesterol y, además, mientras lo hacían, a las chicas le ponían el cuerpo de Raquel Welch con 18 años y a los tíos los ponían cachas que te cagas. Y él sin prestar la más mínima atención. Una consola, un móvil, una colonia, otro coche, una cuenta bancaria, una película, unas zapatillas, un libro, un tercer coche, una cuenta bancaria distinta a la anterior, más yogures, cereales para hacer bien de vientre, una pastilla que te quitaba todos los dolores... Pero nada de nada, él siguió mirando sin ver, escuchando sin oír, dejando que todas esas cosas, diseñadas expresamente para satisfacer todas sus necesidades vitales, escaparan pasando por delante de sus narices. Y todo por estar pensando en otra cosa. Aquello era un ultraje, un insulto, una falta de respeto. Entonces un olor extraño le aguijoneó las fosas nasales. Era un olor agrio y cálido que le dejaba un gusto amargo en la punta de la lengua. "Ah, pero si soy yo", pensó tras resoplar aliviado. Luego se levantó y caminó hacia la nevera. La abrió y tras echar una mirada se dio cuenta de que había poco que mirar. Cogió medio tomate y se lo comió de un bocado. El tomate explotó entre sus dientes y su jugo le chorreó por la barbilla. Caminó hacia el sofá y se sentó en él de nuevo, bien repanchigado. Su carne blanda, casi viscosa, se esparció por el tresillo como el aceite sobre la sartén. Mientras, la televisión seguía mostrando el mundo tal y como era fuera de aquellos muros: perfecto. Aunque él continuaba ajeno a todo.
De repente sonó el teléfono. Tardó varios segundos en reaccionar, y cuando lo hizo fue lentamente, moviéndose despacio, sin prisa, como saliendo de un largo letargo.
-¿Quién es?
-Hijo, soy tu madre...
-Mamá... -mierda, se había olvidado por completo de que había quedado a cenar con ella.
-¿Vas a venir?
-Pues, verás, mamá, es que me ha surgido un compromiso y, en fin, lo siento mucho pero no voy a poder... ¿Qué tal si lo dejamos para mañana?
Su madre estuvo renegando un buen rato al otro lado del teléfono mientras él asentía sin despegar los labios. Al final se citaron para el día siguiente, a la hora de comer, y se despidieron con un beso. Y él regreso a su trono frente al televisor. Ahora había fútbol. Once tipos corrían tras el balón, yendo con prisa de un lado para otro. Era un deporte apasionante. Se trataba de meter el balón, de forma esférica, dentro de un rectángulo clavado al suelo por su base. El rectángulo, llamado vulgarmente portería, estaba custodiado por un jugador vestido con colores aún más chillones que los del resto de sus compañeros. A este jugador se le llamaba portero, y se le permitía coger la pelota con la mano. A los otros no, los otros solo podían usar los pies o la cabeza, o el culo, pero no las manos ni los brazos. De repente uno de los equipos marcó un gol y hubo una explosión de jubilo de tal calibre, que resultaría imposible describirla con palabras. Los compañeros persiguieron al autor de tal proeza y lo abatieron, luego se echaron encima de él fundiéndose todos en un abrazo. Él numerosísimo público que abarrotaba el estadio estalló con los jugadores y comenzaron a dar saltos agitando banderas y bufandas llenas de vistosos colores, escudos y símbolos, al tiempo que gritaban al unísono "gol"; que es el nombre que se le da al hecho de meter la pelota dentro de la portería. Y todos sonreían y saltaban, gritaban y se abrazaban... Había tanto amor en ese deporte. Pero aquel cúmulo de sensaciones no parecían afectarle a él en absoluto. De hecho, se había quedado dormido. Con las piernas despatarradas, los brazos desparramados, la cabeza levemente inclinada sobre su hombro izquierdo y la boca abierta, de no ser por sus ronquidos cualquiera lo hubiera dado por muerto. Pero no lo estaba, al menos no del todo, porque, aunque con dificultad, respirar, respiraba. Así estuvo una hora, quizá más, hasta que los gritos desaforados que salían de la pantalla lo despertaron. Abrió los ojos, gruñó, chascó saliva y luego miró hacia el televisor. Allí habían personas discutiendo. Hombres y mujeres, enfrentados como gladiadores en la arena, se gritaban y se insultaban mientras la audiencia aplaudía cada una de sus intervenciones. Era otro tipo de espectáculo, y aunque no habían balones ni porterías, parecía desatar las pasiones del público tanto como el anterior. Él se levantó y se fue al váter. Vació su vejiga y luego agarró un cigarrillo y salió al balcón. La noche lluviosa lo recibió con una bofetada de aire fresco. Abajo, en la calle, las luces de los coches brillaban borrosas, como desenfocadas. Todo era gris, la ciudad estaba en calma. Desde fuera todavía oía a esas personas chillar, aunque le resultaba difícil entender lo que decían. Acabó su cigarrillo y lo lanzó al vacío. Cuando entró en el comedor, los gritos habían cesado. Ahora un hombre le explicaba las ventajas de contratar un seguro que le protegería de todo tipo de accidentes y catástrofes. Y era barato, muy barato. Se puso el pijama; buscó el mando a distancia y apagó la tele. Luego caminó por el pasillo a oscuras hasta llegar a su cuarto. Se quito los pantuflos y se metió en el sobre. Entonces, como cada noche antes de dormir, hizo un repaso de las cosas que había hecho aquel día y también de las que haría al día siguiente. Y de repente, un montón de hermosas mujeres semidesnudas se colaron en su cerebro susurrándole el nombre de aquel desodorante que era capaz de ponerlas a todas en celo. Levantó el brazo y metió la nariz en el sobaco. Luego sacó la cabeza de entre las sábanas y dio un par de giros sobre la cama hasta encontrar la postura perfecta. La encontró y su cuerpo se fundió con el látex de su colchón. Ahora era imposible separarlos a ambos. Un pensamiento fugaz: era un hombre afortunado. Una pregunta retórica: ¿podía pedirle algo más a la vida? Metió de nuevo la cabeza bajo las sábanas y, tras sacarla otra vez, se dijo para sí mismo: "Bueno, quizá si debería comprar ese dichoso desodorante".



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