sábado, 27 de julio de 2013

Psiquiátrico. Eva María Medina Moreno





Abrí los ojos. Todo blanco. El blanco se extendía del techo a las paredes y llegaba hasta la cama a través de las sábanas. Noté un picor en uno de los brazos. La vía, que trataba de ocultarse tras los esparadrapos. Cerré los ojos; quería encontrar las imágenes, pero solo había negrura.

La puerta de la habitación se abrió. Una enfermera, me traía pastillas. Me preguntó qué tal estaba y le contesté con un «estupendamente» raro. «Es-tu-pen-da-men-te». El ritmo, la aceleración de las sílabas, que se repitieron decelerándose con un tono de burla. «Es-tu-pen-da-men-te». Luego resonaba en mi cabeza en un modo interrogativo que producía risa y el acento cambiaba de una a otra sílaba y con cada cambio el significado variaba. Y yo frente a la palabra dicha, como si la hubiera pronunciado otra persona, sacada de una conversación de la calle o de una escena de alguna película en blanco y negro.

Necesitaba ir al baño. ¡Qué coñazo! Con el suero a cuestas. Era un castigo, ese trozo de plástico que se agarraba al brazo. Parecía succionarme; quitar en vez de dar. Me levanté de la cama. Los músculos como si hubieran sido apaleados; me costaba moverlos sin que doliesen. Con la mano derecha agarré el suero por la barra de metal que lo sujetaba y fui arrastrando los pies hasta llegar al baño. Me bajé los pantalones con lentitud. Una imagen me vino a la mente. Una mujer se acercaba, parecía decirme algo al oído. Debía de ser gracioso porque no paraba de reírme. Sentí dolor, bajé los ojos y vi su mano enroscada en mi pene. Me echaba hacia atrás, dolía pero me reía; me hacía tanta gracia. Yo, contra la pared, sin calzoncillos, los pantalones en el suelo. De la mujer solo recordaba su pelo negro alborotado y unos labios carnosos de un rojo fuerte que se extendía por toda la cara. Seguía en el váter. Antes de subirme los pantalones del pijama, me fijé en el pene; estaba morado. Tiré de la cadena y cogí el suero. Al pasar por el espejo, el reflejo de mi cara me inmovilizó. Unos ojos saturados, como si lo visto se fuera derramando por los bordes y ya no pudieran o no quisieran ver más. Las cuencas de los ojos muy hundidas, las ojeras casi negras y unos pómulos hacia dentro, que resaltaban la mandíbula. Me alejé, arrastrando unos pies que parecían ir sobre raíles en una vía de tren abandonada. Fui hacia el otro lado de la cama. Dejé el suero a la derecha y me senté en el sillón negro. Miré el líquido incoloro. Me asaltó la imagen de una lavadora y mi cuerpo, diminuto, acurrucado, dentro. Y la lavadora daba vueltas y vueltas, y yo repetía los mismos movimientos, veía la misma ropa y un exterior tan irreal, tan alejado. En esta imagen alargaba la mano, como si quisiera tocar algo de ese exterior. ¿Saldré de aquí?, me preguntaba. Y una voz me contestaba que no, pero otra me decía, cuando te recuperes. Cerré los ojos apretando los párpados con fuerza; intentaba acallar las voces. Las voces se fueron alejando, pero ese «¿saldré?» zumbaba en mi mente.


Llevaba un rato en el comedor. Miraba la comida. Trozos de carne grisácea, con grasa, y unas patatas fritas que parecían de cera; rígidas como cadáveres. Me fijé en los demás; tampoco comían. Las caras, nunca olvidaría esas caras. Los ojos, como si los hubiesen vaciado, recubriéndolos con una capa de cemento transparente; ya estaban seguros, allí nada podían temer. Y esas muecas histriónicas que simulaban sonrisas. Esas muecas me producían ganas de vomitar, como si en la pared de enfrente hubiera un espejo y constatase que yo también participaba en ese juego diabólico. Un toque en mi hombro derecho me recordó que estaba allí para comer. Contesté con un movimiento de cabeza y el tenedor se introdujo en la carne escarchada de una patata. Me vi trepando una pared. Después, mi cuerpo en el suelo. Encima del tejado un gato. Me daba rabia no acordarme bien de lo ocurrido, tener huecos. El plato de carne y patatas seguía allí, como si se burlara de mi suerte. Tengo que irme, me dije, pero ¿adónde?

Salí al pasillo. Lo recorrí de arriba abajo. Luego entré en una sala pequeña, al lado de los servicios. Había un hombre con barba sentado al borde de una silla, balanceándose como si acunase a un bebé. No hablaba. Ya me había fijado en él. Todas las tardes, a la misma hora en la misma silla. Si alguien se había sentado allí, pataleaba hasta que le dejasen su sitio. Me acordé de la mujer del mango de paraguas y el marco sin foto. Los llevaba siempre. En el comedor trataban en vano de guardárselos; comía con ellos sobre la falda.

Me fui de la sala. Pasé al lado de la escalera y un grupo de hombres y mujeres me pidieron tabaco. «Un cigarrillo, un cigarrillo». Manos, muchas manos. Grandes, pequeñas, oscuras, más claras. Ese agarrar y soltar. Las marcas del pasado. Lo que estaba escrito en esas manos. Me apoyé en la pared, cerré los ojos. Cuánta necesidad había allí de que les diesen; que les dieran y, cuánto más, mejor. ¿Soy yo así? Preferí no contestar y seguir caminando como si nada hubiese ocurrido. Me alejé, yendo hacia el otro extremo del pasillo. Al volver, algunos de ellos se apoyaban en las paredes con desesperación. Los veía como si fueran bolos esperando la inercia de una esfera que les hiciera caer; que la caída de uno provocase la del otro, y, aunque supieran lo que iba a ocurrirles, esperasen con indiferencia ese final.

Fui a mi cuarto, cerré la puerta y me senté en el sillón. Mi cabeza giraba. Las ideas iban y venían. Las imágenes, diapositivas de un viaje diabólico; un viaje en el que nunca pensé que participaría. «¡Dios mío, qué hago aquí!», dije mientras me cogía la cabeza entre las manos, apretando para que todo aquello muriera. Pero ahora los dementes daban vueltas alrededor, como perros sabuesos en busca de su presa. Unos ojos vacíos me miraban. Un hombre gritaba, «mi silla, mi silla». Manos, muchas manos intentando agarrarme. Y yo, apretaba con fuerza para que esas imágenes desaparecieran. Fuerte, cada vez más fuerte.





martes, 16 de julio de 2013

miércoles, 10 de julio de 2013

Generación Beat. Florentino Guitérrez




Loco Ginsberg yonqui Burroughs 
vagabundo Kerouac 
héroes de una eternidad de neón y purgatorio
alucinados de los áticos y las autopistas
vomitando whisky y pesadilla 
por salas de hospitales
peyotes por Atlantic City 
lúgubres bares de sueños tangerinos
furgones de solitarios y jazz de Luisiana
sembrando yerba por las catedrales
arrojando calaveras hipnóticas 
del Empire State
bailando descalzos 
sobre las tumbas de Brooklyn 
desnudos del éxtasis y panfletos pacifistas
parques públicos del sexo y la liberación
colgados por locomotoras de Madison Avenue
versos enlatados en psicoterapias 
saxofón de East River y negros del blues 
gasolineras de la benzedrina y el alcohol
cerebros drenados de cerveza y droga
América estremecida 
confesando y escribiendo su crimen 
la culpa de dólares sanguinarios
la esfinge de rascacielos inacabables 
chimeneas de cemento monstruosas
despertad demoníacos suburbios 
esqueléticas ciudades del hampa
gobiernos del dadaísmo simbólico 
y la catatonia
sueño contigo Gólgota del piano y las arpías
alucinados del Bronx 
camaradas de los Santos Lugares de Harlem
la poesía es una tarea inútil 
mientras las sirenas del Hudson 
no anuncien a Poe el Apocalipsis
con Arcángeles visionarios.

sábado, 6 de julio de 2013

hay una luz. Isabel Tejada






hay una luz y yo no sé nada
de las horas que se van del tiempo que se va
del silencio agujereado por palabras invisibles
escribo y un corazón persiste
como el que establece un pacto con la mirada más allá
de las colinas
y convoca un mundo lejos del mundo
todo ese horizonte apoyado en el aire
gracias a la verdad que hay detrás
su peso sobre todas las cosas

viernes, 5 de julio de 2013

Espacio Futuro. Mercedes Pastor Segovia



El futuro es espacio compartido.
Espacio... del color de la mirada
pintada en el fondo de su abismo.

El espacio es un lugar para los besos.
Un oasis de encuentros entre dunas
donde las bocas rimadas pintan versos.

Los besos... son el sueño de los labios.
Silencioso poema entre los dientes
rescatando el futuro y sus espacios.






miércoles, 3 de julio de 2013

Metamorfosis. Estela Aguilar






El paisaje que me cobija es movedizo.
Cambia de forma, fecha y talla,
como Alicia en su cuento.
Afloran accidentes geográficos centenarios
en un segundo de reloj de arena.
Las horas ruedan unas más anchas que otras.
Yo misma no soy siempre la misma.
Mi mundo se dilata en un plano inabarcable y árido
o cimbrea sinuoso, verde y hechicero.
Cuando esto ocurre me enrosco,
sugiero, busco tu fuente.
Si el desierto quema, mi guarida es tu sombra,
me escondo entre tus pliegues,
reorganizo mis células,
hiberno, me descamo y afilo
como hoja de parra sobre tu centro.
Después crezco, muto, me quedo suspendida
de la cornisa de tu cuerpo.
Tus columnas me rodean,
incienso son tus dedos.
Bucear el aire, estrellarte en un beso,
embadurnarte de barro,
velar hormigas que perforan el cemento.
Dormir del tirón un año
hasta que muerda la avispa del hambre.
El verano es piel en el calendario.
Metamorfosis permanente,
pura adaptación al medio.
Presente y futuro, desmembrados.
Vida en átomos de tiempo venidero
y pretérito casi perfecto.





http://hambreletras.blogspot.com.es/

Tanto tiempo. Fotografía y poema de Mara Blackflower

















tanto tiempo me quita el estudio
que, después, solo quiero olvidar

tanto tiempo me quita el trabajo
que, después, solo quiero olvidar

tanto tiempo me quitan los deberes,
que, después, solo quiero olvidar

tanto tiempo me quitan de vida,
que, más tarde, ya no me queda






.

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