Estaba
sentado frente al televisor, mirando hacia el vacío de una pantalla
hueca que intentaba desesperadamente llamar su atención sin
conseguirlo. No, no veía nada de lo que aquel rectángulo grasiento
y lleno de polvo le estaba vomitando a la cara. Ni siquiera veía los
cuerpos hermosos y semidesnudos de aquellas chicas que desfilaban
frente a él incitándole a que comprara un nuevo desodorante que,
bajo sus sobacos, pondría en celo a toda hembra que se cruzase en su
camino. No, aquellas chicas desfilaron en cueros ante sus ojos y él
ni se enteró. Una pena, porque llevaba mucho tiempo sin comerse una
rosca y aquel desodorante podría haberle venido de perlas. Tampoco
se enteró de las ventajas de contratar una linea adsl con una
compañía que parecía estar verdaderamente preocupada por el
bienestar de sus clientes. Como preocupados estaban, pero por el
medio ambiente, unos fabricantes de coches cuyos automóviles no solo
no contaminaban, sino que además eliminaban residuos de la
atmósfera. Y eran coches muy baratos, que además se podían pagar a
plazos, con una financiación realmente atractiva. Él siguió sin
reaccionar. De repente un yogur, aunque no un yogur cualquiera, era
un yogur con no sé que bichitos que eran capaces de salvarle a uno
la vida, pues te curaban el colesterol y, además, mientras lo
hacían, a las chicas le ponían el cuerpo de Raquel Welch con 18
años y a los tíos los ponían cachas que te cagas. Y él sin
prestar la más mínima atención. Una consola, un móvil, una
colonia, otro coche, una cuenta bancaria, una película, unas
zapatillas, un libro, un tercer coche, una cuenta bancaria distinta a
la anterior, más yogures, cereales para hacer bien de vientre, una
pastilla que te quitaba todos los dolores... Pero nada de nada, él
siguió mirando sin ver, escuchando sin oír, dejando que todas esas
cosas, diseñadas expresamente para satisfacer todas sus necesidades
vitales, escaparan pasando por delante de sus narices. Y todo por
estar pensando en otra cosa. Aquello era un ultraje, un insulto, una
falta de respeto. Entonces un olor extraño le aguijoneó las fosas
nasales. Era un olor agrio y cálido que le dejaba un gusto amargo en
la punta de la lengua. "Ah, pero si soy yo", pensó tras
resoplar aliviado. Luego se levantó y caminó hacia la nevera. La
abrió y tras echar una mirada se dio cuenta de que había poco que
mirar. Cogió medio tomate y se lo comió de un bocado. El tomate
explotó entre sus dientes y su jugo le chorreó por la barbilla.
Caminó hacia el sofá y se sentó en él de nuevo, bien
repanchigado. Su carne blanda, casi viscosa, se esparció por el
tresillo como el aceite sobre la sartén. Mientras, la televisión
seguía mostrando el mundo tal y como era fuera de aquellos muros:
perfecto. Aunque él continuaba ajeno a todo.
De
repente sonó el teléfono. Tardó varios segundos en reaccionar, y
cuando lo hizo fue lentamente, moviéndose despacio, sin prisa, como
saliendo de un largo letargo.
-¿Quién
es?
-Hijo,
soy tu madre...
-Mamá...
-mierda, se había olvidado por completo de que había quedado a
cenar con ella.
-¿Vas
a venir?
-Pues,
verás, mamá, es que me ha surgido un compromiso y, en fin, lo
siento mucho pero no voy a poder... ¿Qué tal si lo dejamos para
mañana?
Su
madre estuvo renegando un buen rato al otro lado del teléfono
mientras él asentía sin despegar los labios. Al final se citaron
para el día siguiente, a la hora de comer, y se despidieron con un
beso. Y él regreso a su trono frente al televisor. Ahora había
fútbol. Once tipos corrían tras el balón, yendo con prisa de un
lado para otro. Era un deporte apasionante. Se trataba de meter el
balón, de forma esférica, dentro de un rectángulo clavado al suelo
por su base. El rectángulo, llamado vulgarmente portería, estaba
custodiado por un jugador vestido con colores aún más chillones que
los del resto de sus compañeros. A este jugador se le llamaba
portero, y se le permitía coger la pelota con la mano. A los otros
no, los otros solo podían usar los pies o la cabeza, o el culo, pero
no las manos ni los brazos. De repente uno de los equipos marcó un
gol y hubo una explosión de jubilo de tal calibre, que resultaría
imposible describirla con palabras. Los compañeros persiguieron al
autor de tal proeza y lo abatieron, luego se echaron encima de él
fundiéndose todos en un abrazo. Él numerosísimo público que
abarrotaba el estadio estalló con los jugadores y comenzaron a dar
saltos agitando banderas y bufandas llenas de vistosos colores,
escudos y símbolos, al tiempo que gritaban al unísono "gol";
que es el nombre que se le da al hecho de meter la pelota dentro de
la portería. Y todos sonreían y saltaban, gritaban y se
abrazaban... Había tanto amor en ese deporte. Pero aquel cúmulo de
sensaciones no parecían afectarle a él en absoluto. De hecho, se
había quedado dormido. Con las piernas despatarradas, los brazos
desparramados, la cabeza levemente inclinada sobre su hombro
izquierdo y la boca abierta, de no ser por sus ronquidos cualquiera
lo hubiera dado por muerto. Pero no lo estaba, al menos no del todo,
porque, aunque con dificultad, respirar, respiraba. Así estuvo una
hora, quizá más, hasta que los gritos desaforados que salían de la
pantalla lo despertaron. Abrió los ojos, gruñó, chascó saliva y
luego miró hacia el televisor. Allí habían personas discutiendo.
Hombres y mujeres, enfrentados como gladiadores en la arena, se
gritaban y se insultaban mientras la audiencia aplaudía cada una de
sus intervenciones. Era otro tipo de espectáculo, y aunque no habían
balones ni porterías, parecía desatar las pasiones del público
tanto como el anterior. Él se levantó y se fue al váter. Vació su
vejiga y luego agarró un cigarrillo y salió al balcón. La noche
lluviosa lo recibió con una bofetada de aire fresco. Abajo, en la
calle, las luces de los coches brillaban borrosas, como desenfocadas.
Todo era gris, la ciudad estaba en calma. Desde fuera todavía oía a
esas personas chillar, aunque le resultaba difícil entender lo que
decían. Acabó su cigarrillo y lo lanzó al vacío. Cuando entró en
el comedor, los gritos habían cesado. Ahora un hombre le explicaba
las ventajas de contratar un seguro que le protegería de todo tipo
de accidentes y catástrofes. Y era barato, muy barato. Se puso el
pijama; buscó el mando a distancia y apagó la tele. Luego caminó
por el pasillo a oscuras hasta llegar a su cuarto. Se quito los
pantuflos y se metió en el sobre. Entonces, como cada noche antes de
dormir, hizo un repaso de las cosas que había hecho aquel día y
también de las que haría al día siguiente. Y de repente, un montón
de hermosas mujeres semidesnudas se colaron en su cerebro
susurrándole el nombre de aquel desodorante que era capaz de
ponerlas a todas en celo. Levantó el brazo y metió la nariz en el
sobaco. Luego sacó la cabeza de entre las sábanas y dio un par de
giros sobre la cama hasta encontrar la postura perfecta. La encontró
y su cuerpo se fundió con el látex de su colchón. Ahora era
imposible separarlos a ambos. Un pensamiento fugaz: era un hombre
afortunado. Una pregunta retórica: ¿podía pedirle algo más a la
vida? Metió de nuevo la cabeza bajo las sábanas y, tras sacarla
otra vez, se dijo para sí mismo: "Bueno, quizá si debería
comprar ese dichoso desodorante".
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