lunes, 5 de enero de 2015

Hoy cumples siete años, ya eres un hombre. Esteban Aguayo Sepúlveda


El topo. Alejandro Jodorowsky, 1970






“Hoy cumples siete años, ya eres un hombre. Entierra tu primer juguete y el retrato de tu madre”. Con este brutal despojo de la infancia comienza El Topo, de Alejandro Jodorowsky; lo que sigue es el despliegue ambicioso y salvaje de un mito, cuya eficacia simbólica radica en ser muchas cosas a la vez.

El Topo es, en primer lugar, el camino intemporal del héroe que emprende un viaje y encuentra una verdad tranquila y final cuya existencia jamás sospechó, una verdad que solo es evidente después de golpes y proezas, después de la furia y la aniquilación, después de la pérdida de la esperanza y del nacimiento de un extraño, ensangrentado y nuevo yo: como Gilgamesh, como Pulgarcito, como el príncipe Bolkonski de Guerra y Paz, como todos los mártires circunstanciales de causas ajenas que tenían su heroísmo disponible tras matar al adorador de sí mismo que antes fueron.

El Topo es también el western, escenario inagotable de duelos personales en donde no importa quién muere, sino la soledad creciente del que va logrando seguir vivo.

El Topo es el ilimitado desierto que solamente puede ser recorrido de manera circular, pródigo en espejismos, metáfora de la insatisfacción, con el infinito y la sed como armas que primero matan la fe, después la cordura y finalmente condescienden a matar al cuerpo.

El Topo, filmada en 1970, es una cartografía de su época: el funeral lisérgico de dios y, después del funeral, una nueva caricia a la idea de dios que siguió latiendo tras su muerte; una idea eufórica, desmesurada y confusa sobre la expansión de la conciencia, en cuya nebulosa bien pueden coexistir Pachita y Timothy Leary, Jung y Hesse, la ayahuasca y el zen.

El Topo, pese a estar filmada en 1970, es ya una carta de despedida al siglo XX: la puesta en evidencia de un paradigma exitoso, desgastado e incoherente en donde reina la religión de la muerte, la glorificación cotidiana de la muerte y en donde, sin embargo, presenciar la muerte de uno solo de “los nuestros” puede derribar todo el edificio de la fe.

El Topo es la improbable pero airosa conversión de un cúmulo de carencias técnicas en una estética, una pesadilla expresionista que casi nunca abandona la luz hiriente del día.

El Topo, en fin, es una navegación disfrazada de naufragio; una película urgente, desfasada, atemporal y quizá eterna, como todos los verdaderos mitos.



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