Antropológica y biológicamente estamos diseñados para buscar, conseguir y ejercer el poder en cualquier nivel; desde un marido o una mujer que manda en la casa hasta el presidente de un país que, en oscuras conversaciones, trama en secreto perversidades contra otro país en beneficio propio.
La tentación del poder es casi irresistible: estamos hechos para desear el poder. Conseguirlo es disfrutar de un placer que roza lo infinito. No hay nada más deseable que el poder. Hay muchas vías para poseerlo pero muy pocos los consiguen. Lo normal es que lleguemos a poseerlo efímeramente, en relativos lapsos de tiempo. El ser humano desde su etapa de primate hasta nuestros días siempre buscó el poder. Está en nuestros genes, en nuestra mentalidad. Cuando no ejerce ningún tipo de poder se siente impedido, como discapacitado. Peor aún si está bajo el sometimiento de alguien que ejerce el poder contra él o ella. Es así que los mecanismos de defensa se activan y quiere revertir esa situación: es así que busca el poder. Por ejemplo, si a un mono le das poder para vencer al jefe de la manada no dudaría en tomarlo y vencerlo. Igualmente el hombre moderno tiene la misma necesidad de poder.
Así, pues, nuestra naturaleza humana es imperfecta porque queremos poseer y ejercer el poder sobre otro(s). Somos unos ‘caníbales’ intelectuales; queremos que nuestro pensamiento e ideología esté por encima de los demás. Incluso, a los viejos maestros de las humanidades y las ciencias les leemos, aprehendemos de ellos, pero en el fondo les despreciamos porque nos creemos superiores a ellos. Y en algunos casos lo somos. Por ello, la imperfección humana no nos deja otra alternativa más que seguir la estela de nuestra imperfección. Es decir, de nuestra naturaleza propiamente dicha. Entonces, pues, si en algún momento de tu breve (en el sentido amplio del tiempo en el universo que para efectos prácticos es nada) vida llegaras a poseer poco o mucho poder, úsalo. Si no lo haces otro lo hará por ti y te sumirá en sus designios. A efectos prácticos el poder siempre se desvanece en el tiempo: no dura, y si lo hace siempre acaba mal. Poseer un poder ilimitado es una condena segura. Moderadas dosis de poder de vez en cuando viene bastante bien. Sobre todo si entendemos que el poder no es cosa de juegos.
Es mejor el siguiente poder que voy a contar: el poder sobre uno mismo.
Sí bien, ejercer poder sobre los demás en algún momento es bueno y útil para la autoestima, también es secundario. El poder sobre los demás va en un segundo plano. El verdadero poder es sobre uno mismo, y con esto no quiero decir que sea represivo, no. Controlar nuestra imperfección es la tarea del poder sobre uno mismo. Esta imperfección que nos empuja en la búsqueda de poder externo debe ser controlada por el poder interno.
Controlar nuestra naturaleza imperfecta es lo más parecido a la perfección; viejo dilema de la vida: aquella búsqueda del equilibrio que nos es esquivo. El ser humano de por sí es un animal. Evolucionado, pero animal. Solo basta ver qué es capaz de hacer, hasta dónde puede llegar para ejercer el poder. Y si el control de las imperfecciones de nuestra naturaleza es escaso o nulo, pues, es dictar una sentencia contra nosotros mismos.
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