miércoles, 3 de octubre de 2012

Recuerdos de una Lisboa que tal vez nunca existió. José Pastor González

José Pastor González, autor del poemario "el ruido de los cuerpos al caer" (Groenlandia) y colaborador habitual en las publicaciones de Ediciones RaRo.


recuerdos de una Lisboa que tal vez nunca existió

Mar me ha llamado esta mañana para decirme que Joaquim Costa está enfermo y he ido enseguida a verlo. Hace tiempo que no sé de Joaquim, ahora vive en un bajo de la Calçada da Brica Grande. Me ha bastado ver el portal de la casa para saber que Joaquim anda en la más miserable de las ruinas. Huele a vacío, derrota y abandono. Mar me abre la puerta, a pesar de su belleza salvaje, está extremadamente delgada y sus ojos están ojerosos y hundidos. En los seis o siete meses que llevo sin verla ha envejecido deprisa.
Mar es joven, como todas las mujeres de Joaquim, y terminará como todas sus mujeres; ajada, cansada y sola, preguntándose en qué momento se torció todo. Joaquim está en el salón, encogido en un sillón rajado, envuelto en una manta tosca de esas que se utilizan para las mudanzas. Joaquim da un trago largo a una botella de bagaço y mirándome como si no hubiera pasado más de seis meses sin vernos, me pide un cigarrillo.
He sacado un Suave, se lo he acercado y me he sentado en una silla desvencijada. Hace frío y la única ventana del salón debe de dar a un patio oscuro y húmedo, ya que no son más de las doce de la mañana y hay que tener la luz encendida para poder vernos las caras. Joaquim saca su brazo huesudo y amarillento de debajo de la manta y me alarga la botella. Doy un buen tiento a la botella y el bagaço quemándome la garganta me trae a la cabeza cómo conocí a Joaquim.
Yo llevaba casi un mes en Lisboa. Mi único equipaje eran libros, muchos libros: «O Milagre Segundo Salomé» de José Rodrigues Miguéis, el «Manual de inquisidores» de Antonio Lobo Antunes, «Historia del cerco de Lisboa» de José Saramago, «Lisboa, diario de a bordo» de José Cardoso Pirés, la «Oda marítima» de Fernando Pessoa, libros de Eça deQueiroz, Ferreira de Castro… y una beca universitaria para realizar un trabajo sobre literatura portuguesa. Dedicaba mi tiempo a pasear, leer en el Jardín Botánico y a
curiosear en las librerías de viejo que se encontraban en las calles adyacentes a la Praça Largo Trindade de Coelho. Compraba sobre todo poesía portuguesa y uno de los libros que más me sobrecogió fue «Em Baixo» de Joaquim Costa. Su poesía, su modo de pensar y de sentir no tenía nada que ver con el mío. Pero sus terribles e inquietantes versos, llenos de nihilismo y desilusión, hablaban de la muerte, de la vida y del amor como nunca había oído hablar antes. Intenté hacerme con más libros de Joaquim Costa pero todo lo tenía publicado en pequeñas editoriales ya desaparecidas y eran inencontrables. Pero a los pocos días, en la librería de la Calçada do Duque me lo presentaron. Muy amablemente me llevó a su casa, me regaló un par de libros, me presentó a Linda, una hermosa brasileña con la que convivía desde hacía dos años y me habló de la literatura portuguesa que no iba a encontrar ni en los manuales al uso, ni en las revistas subvencionadas. Aquel día lluvioso de otoño acabamos los tres, Joaquim, Linda y yo, borrachos de ginja y bagaço viendo desde el Castelo de San Jorge cómo se despertaba Lisboa. Desde aquel momento mi vida giró en torno a Joaquim. Al día siguiente dejaba mi confortable alojamiento en la pensão «Ninho das Águilas» en la Costa do Castelo y me trasladaba a una habitación en una casa de una familia argelina amiga de Joaquim, donde el bullicio, los aromas exóticos y la sensualidad eran algo cotidiano y entrañable. Joaquim me venía a buscar todas las mañanas, y después de desayunar en cualquier tasca de Alfama me arrastraba a una Lisboa de la que me enamoré perdidamente.
Una Lisboa que se dejaba recorrer como una amante joven, mimosa y solícita. Una amante de calles laberínticas, que suben y bajan, que bajan y suben a su antojo.
De colores, de tranvías, de jardines decadentes y miradouros donde la mirada y la imaginación acarician curvas, reflejos y rincones. Una amante de azulejos y fachadas donde el paso del tiempo y la saudade han dejado su huella. Una amante con un río Tajo que silencioso y majestuoso deja hacer. Una amante impura, que se deja acariciar por obreros y turistas, por amas de casa y camellos, por taberneros y cantantes de fados, por limpiabotas broncos y mujeres de piel brillante y cuerpo felino. Una amante que se abre
por sus siete costados a quien se ofrezca pero que te pide fidelidad extrema.
Las toses broncas de Joaquim me sacaron de mis recuerdos.
—¿En qué piensa mi viejo amigo?, siempre tan ausente, tan absorto en sus ilusiones y sus sueños, que se olvida de amigos, nombres, fechas y direcciones.
—En viejos recuerdos que el paso del tiempo no ha podido borrar. ¿Cuándo nos conocimos? ¿Hace diez años, quince? Yo tenía veintitrés años, entonces hace más de diez años. Trece años.
—Buenos tiempos aquellos pero ahora el tiempo nos ha vencido, ahora vivimos sólo del pasado, no tenemos presente y mucho menos futuro. Estoy tan viejo, cansado y aburrido que todo me importa mucho menos que antes. Nada, menos que nada. Nada importa— ha dicho Joaquim con ese gesto que le reconozco, con ese gesto de cuando el alcohol le está venciendo: un balanceo leve de la cabeza, con la mano derecha sujetándose la frente.
—Deberías dejar de beber una buena temporada— le he dicho y nada más salir las
palabras por mi boca me he arrepentido.

Mar ha gritado desde la cocina que lleva así cinco días, tumbado en el sofá sin hacer otra cosa que beber sin apenas probar bocado.
—Me alegra, me gusta que tengas todavía recuerdos porque la gran derrota es olvidar— me dice Joaquim antes de darle otro trago a la botella.
—Yo nunca podré olvidar aquellas mañanas de martes y sábados en la Feira da Ladra, conversando con chamarileros, ladrones de poca monta, anticuarios, artesanos, jipis, turistas despistados. Y que acababan invariablemente en el bairro Estrela d’Ouro bebiendo vino y riéndonos de nuestra propia sombra o en La Mouraria liándonos con las mujeres más hermosas del mundo. Y cómo me voy a olvidar del bacalhão y el vinho verde en las casas de pasto de Graça compartiendo esperanzas y bagaço con anarquistas, estudiantes o obreros. Y aquellas maravillosas tardes en los miradores, inventándonos las vidas de la gente que pasaban por allí. Y las noches en la Rua da Atalaia, felices, borrachos, gastándonos un dinero que no teníamos en mujeres y vino blanco. Son parte de mi vida y las llevo grabadas en todos los poros de mi piel. No olvido Joaquim, no olvido.
—Pero esa Lisboa que te gustaba, esa Lisboa de tranvías, de trenes con compartimentos para fumadores, de tiendas de barrio, de tascas con vino tinto de tonel, de rincones románticos, de hermosas mujeres… tienen las horas contadas. El diseño, lo moderno, lo aséptico, lo sano, lo limpio, lo democrático, han arrinconando sin piedad, sin remisión, esa Lisboa que vivimos y disfrutamos.
—Siempre quedan resquicios.
—Y una mierda. No seas iluso, hemos perdido otra batalla más, ahora les están educando para comer con los ojos, para no hablar con tipos de barba sin rasurar, para decorar las paredes de sus casas de diseño con estúpidos y absurdos adornos, para leer basura escrita por grises funcionarios y tipos encorbatados sin callos en el culo. Les están educando para beber sin emborracharse, para comer sin engordar y para amar sin mancharse. Y lo han conseguido, viejo amigo, han vuelto a vencer-.
Otra batalla más perdida, sin luchar, sin ni siquiera presentarse a la lucha, huyendo, renunciando a la batalla no más intuir pelea, era lo que llevaba Joaquim arrastrando toda su vida. Su último poemario, «No», hablaba de todas aquellas batallas perdidas de las que se retiró nada más intuir que iban a ganar los de siempre. De esto hacía más de tres años y Joaquim dejó de escribir porque llegó a la conclusión de que ya no tenía nada
que decir o tal vez porque no tenía quien le escuchara.
—Tal vez bebes demasiadas cervezas, fumas demasiados cigarrillos y te quejas más de la cuenta— le he dicho a Joaquim parafraseando un poema de «No».
—Tal vez.
—Sabéis lo que me apetece— ha dicho Mar saliendo de la cocina —que esta noche salgamos los tres a cenar por ahí y disfrutemos del pasado, del presente y del futuro, estoy hasta los ovarios de la tristeza, de la derrota, de estas cuatro malditas y húmedas paredes.
Esa es la Mar a la que reconozco, la que nos levantaba a tirones de la cama para que el domingo no fuera un día perdido por culpa de la resaca. Y los tres nos íbamos a comer marisco y pescado a Sesimbra, Ericeira o Estoril. Y paseábamos por la tarde por sus calles y soñábamos con tener una pequeña barca pesquera para recorrer aquellos puertos.
—Todavía me acuerdo de aquel restaurante caboverdiano de Alfama donde íbamos todos los San Antonio. Creo que es un buen sitio para cenar. ¿Os acordáis de él?
—Claro, claro que sí, es un buen sitio— dice Mar acurrucándose en Joaquim.

Joaquim no ha dicho nada, ha dado un trago a la botella y ha mirado a otro lado para que no viera las lágrimas acumularse en sus ojos. Nunca he visto llorar a un viejo, he pensado.
Mar le ha quitado la botella a Joaquim y le ha besado con cariño. Hemos seguido hablando pero ahora el peso de la conversación lo ha llevado Mar y todo ha tomado un cariz más optimista. Mar me cuenta aspectos de su trabajo en la radio, de las últimas manifestaciones de estudiantes, de los libros que ha leído… Joaquim sólo participa cuando hablamos de Wim Wenders. Se hicieron buenos amigos y Joaquim le ayudó a localizar unos cuantos interiores que para «Lisboa Story».
Joaquim se retira a descansar un rato. Cuando nos hemos quedado solos Mar me ha contado cómo les va la vida. Peor de lo que imaginaba. No he querido quedarme a comer pero hemos quedado a las diez para cenar. Le he dejado a Mar algo de dinero y he vuelto a mi casa con una sensación de tristeza que sólo he conseguido aliviar con orujo y algo de lectura. Paso el resto de la tarde en la Librería Española de la Rua Serpa Pinto.
Son las once de la noche y escribo estos viejos recuerdos esperando que Joaquim y Mar aparezcan. Ya sé que no van a venir. Mejor, del viejo restaurante que conocíamos sólo quedan los recuerdos; un pequeño corcho con fotos de familiares y amigos, y las repisas de cristal con botellas de vino. Ahora tienen televisión, camareros de uniforme pulcro, carta y aires de grandeza.
Ceno, consigo que me vendan una botella de grog y me voy al jardín de Julio de Castilleo donde me quedo mirando un Tajo inmenso. Debe estar lloviendo en la otra orilla.

2 comentarios:

RaRo dijo...

Qué grande,qué bueno, qué recuerdos me ha traído de Lisboa... gracias Jose, me ha encantado...

Anónimo dijo...

otra batalla más, y no solo en lisboa. lleno el vaso leo al viejo joaquim y cojo fuerza para las próximas.

pedro

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