Abrí
los ojos. Todo blanco. El blanco se extendía del techo a las paredes
y llegaba hasta la cama a través de las sábanas. Noté un picor en
uno de los brazos. La vía, que trataba de ocultarse tras los
esparadrapos. Cerré los ojos; quería encontrar las imágenes, pero
solo había negrura.
La
puerta de la habitación se abrió. Una enfermera, me traía
pastillas. Me preguntó qué tal estaba y le contesté con un
«estupendamente» raro. «Es-tu-pen-da-men-te». El ritmo, la
aceleración de las sílabas, que se repitieron decelerándose con un
tono de burla. «Es-tu-pen-da-men-te». Luego resonaba en mi cabeza
en un modo interrogativo que producía risa y el acento cambiaba de
una a otra sílaba y con cada cambio el significado variaba. Y yo
frente a la palabra dicha, como si la hubiera pronunciado otra
persona, sacada de una conversación de la calle o de una escena de
alguna película en blanco y negro.
Necesitaba
ir al baño. ¡Qué coñazo! Con el suero a cuestas. Era un castigo,
ese trozo de plástico que se agarraba al brazo. Parecía
succionarme; quitar en vez de dar. Me levanté de la cama. Los
músculos como si hubieran sido apaleados; me costaba moverlos sin
que doliesen. Con la mano derecha agarré el suero por la barra de
metal que lo sujetaba y fui arrastrando los pies hasta llegar al
baño. Me bajé los pantalones con lentitud. Una imagen me vino a la
mente. Una mujer se acercaba, parecía decirme algo al oído. Debía
de ser gracioso porque no paraba de reírme. Sentí dolor, bajé los
ojos y vi su mano enroscada en mi pene. Me echaba hacia atrás, dolía
pero me reía; me hacía tanta gracia. Yo, contra la pared, sin
calzoncillos, los pantalones en el suelo. De la mujer solo recordaba
su pelo negro alborotado y unos labios carnosos de un rojo fuerte que
se extendía por toda la cara. Seguía en el váter. Antes de subirme
los pantalones del pijama, me fijé en el pene; estaba morado. Tiré
de la cadena y cogí el suero. Al pasar por el espejo, el reflejo de
mi cara me inmovilizó. Unos ojos saturados, como si lo visto se
fuera derramando por los bordes y ya no pudieran o no quisieran ver
más. Las cuencas de los ojos muy hundidas, las ojeras casi negras y
unos pómulos hacia dentro, que resaltaban la mandíbula. Me alejé,
arrastrando unos pies que parecían ir sobre raíles en una vía de
tren abandonada. Fui hacia el otro lado de la cama. Dejé el suero a
la derecha y me senté en el sillón negro. Miré el líquido
incoloro. Me asaltó la imagen de una lavadora y mi cuerpo, diminuto,
acurrucado, dentro. Y la lavadora daba vueltas y vueltas, y yo
repetía los mismos movimientos, veía la misma ropa y un exterior
tan irreal, tan alejado. En esta imagen alargaba la mano, como si
quisiera tocar algo de ese exterior. ¿Saldré de aquí?, me
preguntaba. Y una voz me contestaba que no, pero otra me decía,
cuando te recuperes. Cerré los ojos apretando los párpados con
fuerza; intentaba acallar las voces. Las voces se fueron alejando,
pero ese «¿saldré?» zumbaba en mi mente.
Llevaba
un rato en el comedor. Miraba la comida. Trozos de carne grisácea,
con grasa, y unas patatas fritas que parecían de cera; rígidas como
cadáveres. Me fijé en los demás; tampoco comían. Las caras, nunca
olvidaría esas caras. Los ojos, como si los hubiesen vaciado,
recubriéndolos con una capa de cemento transparente; ya estaban
seguros, allí nada podían temer. Y esas muecas histriónicas que
simulaban sonrisas. Esas muecas me producían ganas de vomitar, como
si en la pared de enfrente hubiera un espejo y constatase que yo
también participaba en ese juego diabólico. Un toque en mi hombro
derecho me recordó que estaba allí para comer. Contesté con un
movimiento de cabeza y el tenedor se introdujo en la carne escarchada
de una patata. Me vi trepando una pared. Después, mi cuerpo en el
suelo. Encima del tejado un gato. Me daba rabia no acordarme bien de
lo ocurrido, tener huecos. El plato de carne y patatas seguía allí,
como si se burlara de mi suerte. Tengo que irme, me dije, pero
¿adónde?
Salí
al pasillo. Lo recorrí de arriba abajo. Luego entré en una sala
pequeña, al lado de los servicios. Había un hombre con barba
sentado al borde de una silla, balanceándose como si acunase a un
bebé. No hablaba. Ya me había fijado en él. Todas las tardes, a la
misma hora en la misma silla. Si alguien se había sentado allí,
pataleaba hasta que le dejasen su sitio. Me acordé de la mujer del
mango de paraguas y el marco sin foto. Los llevaba siempre. En el
comedor trataban en vano de guardárselos; comía con ellos sobre la
falda.
Me
fui de la sala. Pasé al lado de la escalera y un grupo de hombres y
mujeres me pidieron tabaco. «Un cigarrillo, un cigarrillo». Manos,
muchas manos. Grandes, pequeñas, oscuras, más claras. Ese agarrar y
soltar. Las marcas del pasado. Lo que estaba escrito en esas manos.
Me apoyé en la pared, cerré los ojos. Cuánta necesidad había allí
de que les diesen; que les dieran y, cuánto más, mejor. ¿Soy yo
así? Preferí no contestar y seguir caminando como si nada hubiese
ocurrido. Me alejé, yendo hacia el otro extremo del pasillo. Al
volver, algunos de ellos se apoyaban en las paredes con
desesperación. Los veía como si fueran bolos esperando la inercia
de una esfera que les hiciera caer; que la caída de uno provocase la
del otro, y, aunque supieran lo que iba a ocurrirles, esperasen con
indiferencia ese final.
Fui
a mi cuarto, cerré la puerta y me senté en el sillón. Mi cabeza
giraba. Las ideas iban y venían. Las imágenes, diapositivas de un
viaje diabólico; un viaje en el que nunca pensé que participaría.
«¡Dios mío, qué hago aquí!», dije mientras me cogía la cabeza
entre las manos, apretando para que todo aquello muriera. Pero ahora
los dementes daban vueltas alrededor, como perros sabuesos en busca
de su presa. Unos ojos vacíos me miraban. Un hombre gritaba, «mi
silla, mi silla». Manos, muchas manos intentando agarrarme. Y yo,
apretaba con fuerza para que esas imágenes desaparecieran. Fuerte,
cada vez más fuerte.
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