En mi infancia y
adolescencia más temprana, mi sueño platónico siempre fue ser
futbolista. Recuerdo que cada domingo por la noche, después de cenar
y antes de acostarme abatido por lo que me esperaba al día
siguiente, mis ojos se hilaban a la tele para ver admirado los goles
y las paradas de la jornada. Cada semana me hice la misma falsa
promesa, tan hipócrita que ni recuerdo el pesaroso día en el que me
di cuenta de que jamás había estado tan equivocado.
En realidad, el único
deporte en el que tengo talento es el de la ingenuidad. Tanto es así
que no pude resistirme y me hice profesional. Recuerdo, ahora sí, mi
primer partido en el equipo. Casi todos mis abuelos estaban en la
grada para animarme en mi desfloramiento: mi abuelo Pedro y su
elegancia al balancearse en aquel herrumbroso columpio el día de mi
Primera Comunión; su mujer, mi abuela Paquita, aficionada a hacerme
llorar y luego a purgarse sin más con aquello de “quien bien te
quiere, te hará llorar”; y mi otro abuelo, Calisto, que me ofrecía
aquellas tardes inolvidables de huerta y bocadillos de media barra al
calor de las vacaciones de verano. En cuanto a mi abuela Teresa,
solamente recuerdo que me aseguraron que lloró de felicidad los
primeros días en los que debutó en el mundo éste que os escribe.
Murió antes de poder tratar con ella.
Pese a la experiencia con
Teresa, siempre pensé que los demás seguirían siendo fieles a las
butacas VIP que esta estrella de la ingenuidad les aseguraba en cada
partido. Que estarían siempre presentes. Ahora ninguno de ellos
puede ya asistir a mis constantes victorias.
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