Allá en Venecia, hace muchos años, en aquellas callejuelas empedradas, en aquel río negruzco y tenebroso que ocultaba sus profundidades, cuando el sol rozaba el rostro de las gárgolas de piedra dormidas dándoles vida con su luminosidad y la niebla ocultaba el fondo de las calles creando temor e incertidumbre, una balsa navegaba lenta y condenadamente. Era llevada por un hombre alto y de rostro lánguido, portador de un largo bastón con el que empujaba la embarcación creando tristes y esmaltadas ondas en el río. Llevaba como carga a otro hombre. Tenía el pelo blanco y en rebujado, la mirada serena y brillante, poseía una enorme nariz que le caracterizaba justo encima de un grueso bigote blanco recién recortado. Traía consigo dos maletas, y su preciado reloj de bolsillo, que hubo pertenecido a su difunta esposa. En una maleta llevaba dos trajes y alguna muda limpia, uno era oscuro, de tonos marrones y verdes, como el que ahora llevaba puesto, y otro era de vivos colores, como el rojo, el amarillo y el azul, pues aquel hombre que rondaba los sesenta y cinco era titiritero. Entretenía a los niños con juegos y muñecos, haciendo obras de teatro con éstos, siempre llevando una falsa sonrisa dibujada, y una lágrima pintada con negro sobre su mejilla derecha, en memoria de su mujer. Sus únicos compañeros y amigos eran sus títeres, tallados y dibujados por él mismo en su antigua casa. Bien, pues en la otra maleta iba yo. En efecto, soy un títere del señor Farinelli.
La oscuridad inundaba la maleta en la que los demás títeres y yo viajamos. Apenas podía ver sus brillantes y coloridos trajes puestos sobre su pálida tez desgastada. Habíamos viajado juntos desde hacía varios años, pero yo era el más reciente, todavía no se me habían difuminado las líneas que creaban mis gruesos labios pintados de rojo carmesí y mis conjunto de tonos morados seguía impoluto y sin desgarros. Pero no sólo me diferenciaba de los demás por estos detalles que en antaño ellos tuvieron, si no por mis ojos. Eran grandes y blanquecinos, carentes de iris, y con unas negras y esmaltadas pupilas. Creo que representaba a una mujer con un gorro morado que el señor Farinelli solía llamar Madame Lierot, entre otros personajes, pero a mí me gustaba llamarme Saferté. A pesar de tener mente propia era incapaz de mover mi cuerpo de madera. Me veía obligada a ser manejada por hilos, llevada de aquí par allá, y mi cuerpo volando inerte sobre el aire. Viajábamos por todos los pueblos, recolectando dinero con las sonrisas de los niños. Cierto era que no me gustaba esa vida, sin ser capaz de andar, de hablar, ni si quiera de mover un dedo, manejada siempre por otro, sin vida propia, y con mi mente encerrada, pero al menos me reconfortaba ver a los niños sonreír risueños, expectantes, sentados sobre sus rodillas o sujetándose los pies nerviosamente. En aquellos momentos me rodeaba un aura de alegría y reconformación, que luego me abandonaba en la incertidumbre de la oscuridad. Me sentía débil, torpe, sin vida, y muy solitaria. Todo aquello que en realidad me rodeaba, lo que nunca se iba, no eran más que los rostros inertes de los demás títeres. Sabía que no eran como yo, que no habían tenido otra vida más que ésta, si es que se puede llamar vida, que no eran almas atormentadas encerradas en el simple cuerpo de madera de una mujer títere. Sin embargo, no me quedaba otra opción de seguir el camino que otros impartían, y dejar que el tiempo me llevase en sus nebulosas alas de fuego.
Tuvimos mucho éxito en Venecia. Todos nos conocían ya y aprovechaban el ir a vernos con la ilusión de apartarles de aquella muchedumbre, o de problemas personales, o simplemente para volver ha acercarles a la tierna edad infantil. Pero, un día, nuestra suerte cambió, mejor dicho, mi vida cambió. El señor Farinelli se encontraba manejando a dos de mis compañeros en una divertida comedia romántica de caballeros. Yo lo observaba postrada sobre unos libros, esperando mi turno para actuar, en cuanto unos cascos de caballo, chocando fuertemente sobre el suelo empedrado, irrumpieron en la gran plaza en la que nos encontrábamos. La gente huyó despavorida, temiendo a los jinetes de capas negras y vaporosas que parecían fundirse con la niebla. Iban encapuchados y con las largas y afiladas espadas reluciendo en la intemperie, con una promesa heladora en los labios. En un segundo, nuestro puesto quedó prendido en llamas, las personas nos abandonaron a nuestra suerte, ocultándose en cualquier rincón, y entonces, el cielo se tiñó de negro y rojo.
Me desperté en un lugar oscuro. No sentía nada, como siempre. Intenté adaptar mi vista a la oscuridad, pero descubrí que no había nada que ver. Todo estaba negro. En un principio pensé que había perdido la vista, o que lo que me envolvía no era mas que el humo negruzco de las llamas de mi vida, pero luego pude ver una ranura de luz reflejándose en unas baldosas de color pálido. Estaba ante una puerta, me di cuenta luego, a sí que eso significaba que estaba encerrada en una habitación. Me sentía mareada, confusa, incapaz de hacer nada, como si fuese tan solo un trapo olvidado, y hasta ésta comparación no se alejaba de la realidad. Esperé y esperé, y no sabía a qué esperar. ¿Quizás a despertarme tal y como era antes? ¿Levantarme de un sueño y descubrir que sigo siendo yo? ¿O simplemente ver que el mundo se ha acabado?
Estuve así mucho tiempo, torturándome a mí misma, haciéndome preguntas sin respuestas, hundiéndome cada vez más en un mar de melancolía infinita.
Celia Parriego:
Me llamo Celia Parriego, pero suelo utilizar el seudónimo de Darshia. Soy de Zamora y tengo catorce años. Comencé mi afición por la escritura a los once años, gracias a algunos escritores que me engancharon a la lectura, destacando Laura Gallego García y Carlos Ruiz Zafón. A la misma edad también me aficioné al dibujo por la necesidad de creatividad propia aunque luego me influyeron mucho autores e ilustradores, como Victoria Francés, Cris Ortega, Cassandra Clare… He participado en varios concursos de relatos cortos como el de Coca Cola 49º. Hago relatos cortos en clase de lengua o por mi cuenta que luego envío al periódico o bien a páginas de Internet, y por otra parte escribo por mi cuenta libros. En cuanto al dibujo de momento estoy perfeccionando mi técnica por mí misma fijándome en las ilustraciones de las antes nombradas.
La música fomenta la creatividad junto con la imaginación de uno mismo. En mi mente tengo un sin fin de historias que han dado lugar Linkin Park, Avril Lavigne, Paramore, canciones a piano, The Muse, KBZ, el Porta… y otros grupos variados. El MP4 siempre ocupa un lugar en el bolsillo, y siempre recurrimos a él para abstraernos del mundo, dejar que fluyan nuestros sentimientos y soñar con historias magníficas que emana nuestra alma. Ésta historia, por ejemplo, ha sido creada a base de una canción de Avril Lavigne titulada Nobody’s home.
Dave Effects:
Soy una chico de 25 años cuya carrera no tiene nada que ver con el diseño pero que tiene como hobbie el diseño gráfico, ya sea edición de vídeo, dibujar, animación, retoque de imagen...
Primero empecé aprendiendo por mi cuenta mediante tutoriales, después he hecho algún que otro curso.
Mi web es http://dave-effects.moonfruit.
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