viernes, 1 de enero de 2010

Amelia. Velpister


No estábamos enamorados, pero todos queríamos bailar con ella. Recuerdo aquellos primeros guateques: tan candorosos. No humo de tabaco, no hachís, no alcohol. Música pop (algo de rock suave) y sonrisas pícaras y tímidas. Todo era limpio y sano, nunca se acababa con vómitos en las esquinas, no había peleas de borrachos, sin ataques de tos por los porros, a nadie le picaba la nariz ni tenía la boca anestesiada. Teníamos que estar de vuelta en casa a las nueve.

Por aquel entonces lo máximo a lo que nos atrevíamos era a bailar con alguna de las virginales chicas de nuestra pandilla, pero nadie bailaba lento, sólo música movida. Algunos nos quedábamos de pie o sentados en una esquina, hablando a gritos, mirando a las chicas, especialmente a Amelia. Hablábamos de lo que se podía hablar a aquella edad, de alguna película de vaqueros o de Bruce Lee, de Starkey y Hutch y de Amelia. No la nombrábamos directamente, tampoco los sentimientos que nos provocaba. Era guapa, no muy alta, atrevida y muy generosa, recuerdo también que no era especialmente simpática, pero eso sí, era la razón más importante para que estuviéramos todos allí, nadie lo decía abiertamente pero, en el fondo, cada uno de nosotros tenía una razón primordial: bailar con ella. Incluso el resto de las chicas estaban al corriente de nuestras motivaciones. Existía por su parte una mezcla de conformidad y desprecio, aunque ninguna lo expresaba abiertamente.

Como si se tratase de una norma, se ponían cinco o seis canciones lentas en total a lo largo de la jornada y Amelia, que no hacía diferencias ni tenía favoritos, iba sacando cada vez a uno de nosotros a bailar. En cuanto a mí, que siempre fui una sombra silenciosa, no sabía muy bien de qué iba aquello. Nunca había bailado con Amelia ni con ninguna otra chica. Supongo que esperaba que tarde o temprano me tocara, o no, la verdad es que no lo recuerdo. Entonces, de la esquina oscura en la que me encontraba donde creo recordar que charlaba con Sebas, la mano firme y decidida de Amelia me agarró y sin mediar palabra me llevó al centro de la pista, donde se abrazó a mí. En ese momento comprendí todo, el por qué estábamos allí, el por qué estaba yo, el por qué estaba vivo, el por qué iba creciendo y la razón de ser de mi diminuto pito, que en ese momento empezó a convertirse en lo que es hoy (nada especial, no es eso). La música lenta y melódica nos envolvía, estábamos solos entre la multitud de ojos burlones que nos miraban. Amelia era una chica que había desarrollado prematuramente, y sus pechos no eran de niña. Se apretaba contra mí, en ese sentido era excepcionalmente generosa porque se preocupaba de que no hubiese ni un milímetro de separación entre los dos. Yo sentía con toda claridad sus dos tetas, podía sentir su redondez y los pezones, su respiración, su olor mezcla de agua de colonia infantil y sudor, la suave piel de su cara contra la mía.

Cuando acabamos, uno de la pandilla se reía nerviosamente mientras me daba palmaditas en la espalda. Yo no le seguí el juego e hice como que no entendía qué quería decir.

Cuando voy conduciendo con el coche y suena una canción hortera, una de aquellas que se ponían en los guateques, me acuerdo de Amelia y de sus tetas. Siempre le estaré agradecido. Ninguno estaba enamorado de ella, pero todos queríamos abrazarla.

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