La cuerda que presionaba el cuello de Leocadio fue volviéndose cada vez más molesta, casi asfixiante y es que no era poco el peso acumulado por sus preocupaciones del día a día: que si un contrato indefinido, que si una hipoteca a 40 años, que si un matrimonio vitalicio… También, las estrechas calles de su barrio que cuadriculaban cada uno de sus movimientos, las rutinarias conversaciones con sus amigos de toda la vida o los estrictos horarios que fijaba el despertador de su habitación.
Aquella mañana de principios de semana, Leocadio decidió por fin acabar con todo. Le bastó con aflojar esa cuerda imaginaria que le estrangulaba hasta la extenuación y desaparecer: dejó el trabajo, firmó la baja definitiva de su hipoteca, abandonó a su mujer y lanzó aquel molesto aparatito metálico por la ventana.
Fue un suicidio en toda regla.
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