Si la edad viene dada por la experiencia, yo he llegado a la mía por la insolente imprudencia de la juventud. Arrojé mi tiempo contra el suelo. Un reloj de arena es un circo de pulgas amaestradas para medir el tiempo, con la disciplina de quien conoce el látigo, se escurren con precisión de metrónomo.
Era temprano aún en el cielo gris y en mis días, aburrido de ver la arena escurrirse de un lado a otro como aliento entre mis dedos, con curiosidad de entomólogo lo estampo contra el suelo, el reloj estalla en una ola de vidrio desguazado y arena fina. Los inasibles granos de arena resbalan por el suelo, gotas de tiempo amargo, de su caparazón cristalizado en sal dorada estiran unas patitas de alambre transparente, arena corriendo sobre arena, marea seca, correteando inquietas con pasos silenciosos como lo enfermedad. Huyen en todas direcciones a mi alrededor.
Tras un parpadeo de cristales rotos el reloj recupera su voluntad, los segundos se han liberado en una duna de arena viva, su memoria reconoce en cada montón una fracción de tiempo, estos insectos, si insectos es la palabra mas adecuada, por instinto vuelven una y otra vez a imitar los patrones de tiempo que han pasado: segundos, minutos, representados en una pantomima de fina arena. Encuentran en mí el rastro del tiempo vivo, y se amontonan una última vez.
Me han reconocido como víctima del tiempo y vienen hacia mí, escurriéndose juntas como por un cuello de botella, pequeñas arañas que creen seguir dentro de su reloj y desaparecen a mis pies por dentro del pantalón, no siento su paso por mi cuerpo, sólo alcanzo ver a una escabullirse en una arruga de mi mano. Recojo del suelo un pedazo brillante de vidrio, un trozo de reloj sin tiempo en su interior, me miro en el reflejo y veo una araña tan frágil como un copo de nieve perderse en los pliegues de mi parpado. Me desvisto desesperado y tiro la ropa sobre los cristales esparcidos. Busco en toda arruga, es un surco nuevo que van tejiendo las arañas a su paso, entran por la comisura de los labios, chirrían sus cuerpos de arena entre los dientes.
Las arañas incansables siguen tejiendo sus arrugas por mi cuerpo, surcos y pliegues en mi geografía. Muy agotado, avejentado y desnudo, ahora las veo, delicados granos de cristal de arena tendiendo puentes de hilo con mi piel, las sacudo con la mano y caen como tierra inerte al suelo. Motas de polvo transparente que se absorben con mi respiración, se levantan otra vez hacia mí. Trepan de arruga en arruga, agarradas con sus patitas de alambre en cada surco y pliegue que tejieron en mi piel con la seda del tiempo. Me tumbo cansado, arrugado, cubierto por una tersa red. No son arrugas, no, el paso del tiempo es una tela de araña tejida con piel, con mis latidos, con el eco de mis latidos.
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