Toda
obra de ficción sobre catástrofes, tanto naturales como
sobrenaturales, presenta el suceso en cuestión a través de pequeños
indicios, prácticamente inapreciables a ojos de los desventurados
personajes. La misteriosa muerte en pleno vuelo de una bandada de
pájaros en un pueblo de interior o los inexplicables cambios de un
clima caprichoso, tales son las extrañas, y aparentemente aisladas,
circunstancias que describen la inquietante atmósfera que precede al
fin del mundo.
En mi
caso, un médico habría de pasar por alto toda floritura narrativa
para comunicarme que padecía el mal de Alzheimer. Entonces supe lo
que nunca hubiese imaginado, lo que jamás habría podido predecir:
que mi mundo se acercaba a su fin.
La
destrucción de un único mundo, uno personal como lo es el de un
solo ser humano, sucede en el más perturbador de todos los silencios
y en la más terrorífica oscuridad. ¿El silencio? El causado por la
frecuencia cada vez menor de sonidos ordinarios, sustituidos en el
mejor de los casos por el eco de voces olvidadas de familiares y
amigos. ¿La oscuridad? La que dejan los recuerdos de una vida al
apagarse la luz que mantenía su brillo dentro de la memoria, dando
paso a una galería en penumbra semejante al pasillo de una casa en
los momentos inmediatamente posteriores a una mudanza.
Se
diría que un ejército de alienígenas invade la próspera
civilización que era tu alma y la abandona en un estado de
insalvable desolación, destruyendo cada recuerdo del pasado hasta
eliminar toda posibilidad de un futuro; donde había nombres,
saberes, gustos y virtudes solo quedan escombros de una cultura
perdida para siempre. Sus armas, fabricadas con una tecnología muy
superior a la humana, arrasan con los cimientos de todos los hogares
que uno ha habitado, las escuelas en las que ha estudiado y los
lugares que ha visitado. No queda más que polvo acumulado de años,
tal vez décadas, de incesante devastación.
Mientras
tanto el resto del mundo prevalece, aunque yo, encerrada en mi propia
necrópolis, no lo sepa; el resto de vuestro mundo, que una vez fue mío,
sigue con vida, activo, sucumbiendo a una autodestrucción mucho más
lenta, aunque, desde luego, menos dolorosa.
Álvaro Domínguez (Pontevedra, 1986), licenciado en Historia del Arte por la Universidad de Santiago de Compostela. Ha sido publicado en el número 7 de la revista OHIO (www.revistaohio.com) el número 24 de la revista Narrativas (www.revistanarrativas.com) con su relato "El nacimiento de un don" y en los números 11, 12, 14, 15, 17 y 19 de la revista Amateurs (www.amateurshotel.es) bajo el seudónimo "Derreuve". Autor del blog "Vida a los 20" (www.vidaalos20.com) y colaborador en la sección "Análisis" de Contra-Escritura (www.contra-escritura.com).
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