Dos hombres aparecen en la escena. Una débil bombilla ilumina sus apagados rostros emitiendo destellos intermitentes en medio de la penumbra.
Ambos se disponen el uno frente al otro en sendas sillas marrones algo desgastadas, bien por el número de años que llevan en este mundo, bien por la inesperada utilización abusiva por parte de alguno de los sucesivos dueños que en todo este tiempo puedan haber tenido. Las sillas están situadas de manera que las miradas de aquellos dos hombres irremediablemente se cruzan.
Los dos sujetos se miran fijamente. La oscuridad en la habitación que les rodea es tal que sería imposible afirmar con estos datos que la habitación existe; no cuentan con evidencias que garanticen un supuesto de este tipo.
Ambos permanecen quietos, inexpresivos, se diría que su postura es casi molesta para el observador. El tiempo avanza a saltos.
De repente, uno de ellos, no diremos cuál, evitando así hacer cualquier distinción marginal, comienza a mover los músculos de la boca. Trata desesperadamente de abrirla, aunque con un objetivo aún inexplicable. El por qué de su acción no es conocido, sólo se advierte el intento angustioso de ejecutar dicho movimiento de apertura, terrible e impotente, comparable al de aquél que se empeña en mover un miembro del que carece. Pareciera como si sus labios y su mandíbula se hubiesen sellado por medio de alguna artimaña invisible.
Tras varios tanteos, todos nefastos, el hombre que ha tratado en vano de mostrar con entusiasmo su orificio bucal se encierra en sí mismo, nuevamente, bajo su inicial postura inmóvil.
Todo esto ha ocurrido durante cinco largos minutos. Durante ese tiempo, la bombilla parpadeante no ha cesado en su labor y el espectador puede haber percibido fácilmente la progresiva crispación de los individuos que actúan.
Otra vez el silencio. De nuevo, esos insípidos tonos oscuros cubriendo la habitación; antes, al estar la atención concentrada en la acción, por muy pequeña que fuese, de los actores, los grises se habían vuelto menos grises. Pareciera que, a medida que aumentaban los intentos de comunicación entre ambos, la habitación se realizaba, esto es, se generaba, llegaba a ser real. Y el color da realidad a las cosas.
De nuevo, el hieratismo de sus marcadas figuras describiendo una línea tras la que se desdibuja todo el cuerpo. Tan sólo un contorno, tan sólo una huella puede advertirse. El resto, el cuerpo, permanece borrado.
¡Eh! ¡Es el otro hombre! Parece que hace una mueca. ¡Está hablando! ¿Es posible? ¿Habrá sido capaz? Pero, un momento. ¡Sus palabras! ¡No se comprende nada de lo que dice! Habla una lengua desconocida. Parece crearla a partir del movimiento de sus cuerdas vocales. Calla. Ahora ríe, a carcajadas, de repente. Su risa es perversa. En ella advertimos una maldad intrínseca. Ésta sí se entiende muy bien. Es una risa nerviosa, impaciente, desesperada y desesperante, incluso odiosa para aquél que se esmere en su observación, que experimente la situación con algo más que atención, que tenga verdadera sensibilidad.
La risa se extiende demasiado en el tiempo. Quien observe con atención, tal vez no aguante más de diez segundos. En los casos más graves de apatía, hasta tres e incluso cuatro minutos.
Tal vez pensemos que está loco. Tal vez nos hagamos a la idea de que no dice más que incoherencias. Tal vez. O tal vez creamos que hay algo que lo mueve a hacer lo que hace, y que lo hace de un modo consciente, sopesando las posibles consecuencias que sus actos, totalmente voluntarios, puedan tener. Tal vez.
Aquel hombre, aquel actor, continúa riendo. No sabemos cuándo acabará. Entretanto, el otro intenta levantarse de la silla. Lo consigue, pero en seguida cae al suelo, cegado por la única luz que ve.
Lamentable espectáculo, pensará, no sin cierto abatimiento, un espectador que considere seriamente la cuestión. Sin embargo, uno risueño, reirá, apoderándose así de la perversión y del goce.
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