jueves, 5 de abril de 2018

Hellraiser. Ana Grandal


Hellraiser (1987), by Clive Barker


«Todos los placeres del cielo y del infierno». Eso suena muy bien. En especial si en 1987 te poseía la avidez de la juventud y estabas segura de que, detrás de la cortina de la realidad, el mundo tenía algo más que ofrecer. Un cubo de madera repujada, del mismo tamaño que el de Rubik, era la caja de Pandora que te permitía convertirte en un explorador «de las regiones más allá de los sentidos». La película contenía imágenes muy poderosas, empezando por los cenobitas, «demonios para unos, ángeles para otros», que invitan a «saborear sus placeres». No podías dejar de preguntarte qué sensaciones alucinantes prometían, si serías capaz de soportar que docenas de ganchos descuartizaran tu cuerpo para alcanzar el supremo goce. «Dolor y placer indivisibles». Confieso que, en esos mercadillos que despliegan un batiburrillo de artículos extravagantes y desvencijados, he deseado toparme con el artilugio cuadrado, aunque luego no hubiera tenido el valor de utilizarlo. ¿O sí? Pasado el tiempo, resulta que no hace ninguna falta convocar a Pinhead y compañía: la vida ya te ofrece su propia amalgama de dolor y placer.

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