Desde pequeño le había gustado aquel enorme y viejo trasto. Siempre había observado cómo su padre lo mimaba para que día tras día siguiera sonando como el primero. En ese momento se dirigía hacia la parroquia para ensayar. El párroco le había propuesto que tocara al día siguiente. Pues, aunque aun era muy joven estaba convencido de que era perfecto para ese puesto. Su padre estaba orgulloso de su talento. Aunque él no estaba muy convencido… Temía que al día siguiente su gran órgano chirriara haciendo de él un fraude y la comidilla de todo el pueblo.
Comenzó a tocar su música, aquel día se sentía inspirado. Sus dedos se deslizaban por las teclas como si hubieran sido creados exclusivamente para ese propósito. La luz que provenía de las cristaleras iluminaba los gigantescos tubos del órgano haciendo que pareciera glorioso. Aquellos haces blancos comenzaban a cegarle, pero él seguía tocando. Se sentía realizado. Sentía cada nota como si tuviese presencia propia. Tenía presencia de mujer. Transparente, brillante, cegadora… pero tan hermosa. Sus ojos no podían dejar de mirarla y todo su cuerpo se había paralizado al instante. Bueno, no todo su cuerpo. Sus manos aún seguían tocando, poseídas por aquella visión. Sus labios se acercaron y susurraron en su oído:
- Dime… ¿qué es lo que tanto temes?
Un escalofrío recorrió su espalda. Aquella voz… le abstrajo totalmente. Se encontraba perdido, en sus ojos grises, en su blanca mirada.
- No temas, mañana estaré contigo…
- Espera… ¿Quién eres?
Dejó de tocar y ella se fue.
Al día siguiente aun estaba confuso y no se sentía seguro de poder sentarse en aquel taburete otra vez. Pero ella prometió que estaría. No podía abandonarla… Lo haría. No se iba a echar atrás.
Se oían susurros. La gente lo esperaba con ojos ansiosos, deseando poder observar un tremendo ridículo. Llegó el momento, inspiró… y comenzó a tocar. Al principio todo parecía normal pero su música volvió a sonar de una forma magistral. La gente estaba boquiabierta. Le miraban incrédulos y a la vez maravillados con lo que oían.
- Quédate… no te vayas…
- No puedo.
- Entonces llévame contigo…
Ella le sonrió. La música cesó de pronto, pero esta vez no fue ella la única que desapareció. Sobre el órgano ya sólo reposaba un cuerpo sin vida.
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