Desde que decidiste hacerte migrante, tus cientos de mundos te habían hecho célebre. En la Neuronet bastaba con pensarlos, pero también allí el talento marcaba la diferencia. El más grande superaba en tamaño al universo real, por usar la vieja distinción. El más pequeño, un rompecabezas, no era más grande que un ataúd. Por entonces la Consciencia prefería San Vicente, tu ciudad basada en la California de las películas de acción de tu infancia. En cambio la Intelligentsia admiraba Piranesia, tu descomunal mazmorra de leyes físicas imposibles.
Tus mundos privados daban salida a tu macabra auto-indulgencia. Un zoológico donde diseñabas y ordenabas tu particular bestiario de pesadilla. Una jungla para tus cacerías humanas. Un harén que avergonzaría a Salomón y que, siendo sólo tuyo, escondía habitaciones bajo llave. Pero de cuanto habías creado, tu espacio favorito era una simple habitación con un viejo televisor. Siempre volvías a él para estudiar tu verdadera forma. Tu cabeza intubada, tus miembros doblados en ridículas posturas, tu piel cubierta de úlceras nudosas.
Siempre volvías para recordar por qué merecía la pena quedarse.
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