L'arrivée d'un train à La Ciotat (1895) |
El señor Dautron llamó a la puerta para poder entrar. No había nadie en el cuarto, pero consideraba que siempre había que pedir permiso. A los tres años, por no llamar a la puerta, había pillado a su tía materna arreglándose las enaguas, una imagen que le atormentaba desde entonces y que no le había permitido casarse y tener hijos. Puede que también fuera una simple excusa, porque su afición coleccionista le obligaba a elegir entre un matrimonio feliz con una señora sonrosada que le llenara de hijos o una estancia llena de tesoros, que aunque no te cuidaran en la vejez, te daban paz al admirarlos. Coleccionaba de todo —como solía decir él quitándole importancia—, tenía sellos sin mucho valor subdivididos en grupos: insectos, aves y máquinas del siglo veinte; estilográficas (algunas llevadas de casas ajenas en un descuido, que solía guardarlas en el cajón del fondo), cepillos para el pelo y relojes de cuco... también algún que otro objeto del bello sexo, que él creía que daban un toque femenino a su casa.
Trabajaba en el Archivo Municipal de La Ciotat, un puesto que había heredado de su padre y en su mesa, después de treinta años, seguían los mismos papeles que el primer día de trabajo. Solía hacer el típico chascarrillo sobre ellos, que les había cogido cariño... De hecho, nunca pasaba más de media hora en su oficina, porque consideraba el trabajo algo nefasto y dañino para su salud. Pero que nadie se preocupe, su sueldo lo cobraba íntegro y a veces, una pizquita de más. A alguien puede sorprenderle, pero no hay nada corrupto en ello, era otra herencia de su padre, un héroe municipal, que había salvado a la gente del pueblo de unos directores de cine armados con cámara, que para dar mayor realismo a la escena, habían pretendido atropellar a todos con un tren. Lo que nadie sabía, es que, en ese cuarto en el que había llamado, el señor Dautron guardaba con celo el contrato firmado por su padre, en el que constaba como guionista de L'arrivée d'un train à La Ciotat.
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