sábado, 17 de febrero de 2018

La escena del jardín de Roundhay. Carlos Traspaderne






Es 16 de septiembre de 1890. A pesar de que tomó un tren de Dijon a París, monsieur Le Prince no ha llegado a su destino. Monsieur Le Prince había inventado el cine un par de años antes. No figura como el inventor oficial, evidentemente no se llama ni Lumière ni Edison, pero es el primero que ha capturado la imagen en movimiento. Había atrapado el tiempo con un armarito de madera de caoba en el jardín de los Whitley, sus suegros, en Roundhay, Leeds. Cincuenta y dos fotogramas, dos efímeros segundos en los que sus suegros, su hijo y una amiga dan vueltas en círculos como insectos en la noche. Diez días después hubo una triste noticia: falleció Sarah, la suegra de monsieur Le Prince. Pero por primera vez en la Historia, la señora Whitley iba a perdurar para siempre en aquellos segundos de plata quemada.


Monsieur Le Prince pensó mucho en aquello. En cómo su invento podía capturar a la gente como mariposas en un tarro, un recipiente que las preservaba como autómatas ejecutando el mismo gesto a perpetuidad. En los fotogramas esos señores saltaban y reían llenos de vida, adelante y atrás, tantas veces como se quisiera, pero ya estaban muertos, atrapados allí como el rollo de película entre los rodillos de su ingenio. Bueno, igual todavía no estaban muertos, pero pronto lo estarían tanto como lady Sarah y sólo quedaría de ellos esa vida paralela como espectros en la tira de Kodak.

Esos fantasmas del futuro atormentaban a monsieur Le Prince. Durante el día no; durante el día se dedicaba a perfeccionar su máquina, a patentar sus diferentes mecanismos, a intentar hacer pública su maravilla. Pero durante la noche pensaba en los casi vivos casi muertos que poblaban sus películas. Los habitantes de Leeds desde el puente, su hijo tocando la misma melodía inaudible con el acordeón una y otra vez. Sobre todo pensaba en él mismo allá dentro, encerrado. Dando vueltas eternamente, adelante y atrás. Eso le hacía recordar cuando de niño aprendió del propio Daguerre su técnica. Hacer un daguerrotipo, una fotografía, era como esculpir en el tiempo, algo digno e inmutable, pero algo que ya no estaba vivo. Venían a su memoria los retratos que había hecho a la reina Victoria, con ese mismo semblante que no cambiaría en sesenta y tres años de reinado. Fueron enterrados con gran pompa bajo los cimientos de la Aguja de Cleopatra, junto al Támesis. Una cápsula del tiempo, lo llamaron. Sus fotos viajarían al futuro proyectadas por un monolito con más de tres mil años ya a sus espaldas, pero sólo señalarían el hueco dejado por un cadáver. En ese momento, monsieur Le Prince entendió que las fotografías eran pequeñas muertes que aseguraban nuestro recuerdo, pero que no nos resucitaban para regalarnos otra vuelta en el jardín de Roundhay.

«No profanar el sueño de los muertos»; la frase acudía con frecuencia a su mente en el estupor de la vigilia. Desde luego no era buena idea levantarlos de sus tumbas, adelante y atrás, otra vez vivos por el capricho de la técnica. Sin embargo, las tribulaciones de monsieur Le Prince no atendían a las del ingenuo salvaje que creía su alma robada por un invento infernal. Él era un científico, un positivista, y no estaba para supercherías bobas. Sus preocupaciones eran más hondas, más éticas si se quiere. Pero mientras tanto otro pensamiento se colaba como un rayito de luz dentro de la cabeza de monsieur Le Prince. Era un haz tenue y enseguida se apagaba, pero qué tentador era.  

Durante aquellos años perfeccionó su artefacto hasta estar listo para ser presentado en Nueva York. Su círculo le animaba, convencidos de que la proyección de aquellas imágenes vivas le reconocería como el más grande inventor de su tiempo. Pletórico, monsieur Le Prince no pensaba en otra cosa durante el día, pero de noche el rayo de luz se hacía más y más potente, quemando sus pensamientos. Cuando tuvo el artilugio proyector listo se decidió. Embarcó a Francia, a Dijon, a visitar a su hermano. Cuando volvió a verle después de tanto tiempo, tan parecido a él como si hubiera podido vivir su vida, ya no le quedó ninguna duda.

Es 16 de septiembre de 1890. A pesar de que tomó un tren de Dijon a París, Monsieur Le Prince no ha llegado a su destino. No lo hará nunca. Jamás se encontrará rastro ni de él ni de su equipaje. Scotland Yard abrirá una investigación, sin concluir nada. Se especulará que lo ha matado su familia por la herencia, o Edison, para evitar que patente el cine antes que él; Thomas Alba siempre ha sido un villano muy convincente. Pero sólo monsieur Le Prince sabe lo que ha pasado. Se ha quedado a vivir en sus películas, adelante y atrás, para siempre.

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