Una niña dibujaba sueños en las baldosas vacías de una ciudad gris.
Cualquiera que la viese, allí, tirada en el suelo, cubierta hasta las cejas de colores, el pelo encrespado y revuelto, la mirada perdida y los labios apretados dejando escapar por la comisura una sonrisa que iluminaba el corazón más negro, esas que se deslizan en la piel y calan en el alma.
La niña dibujaba atardeceres que nunca había visto, montañas en las que no había estado e ilusiones desconocidas para ella.
Con el tiempo la niña creció, pero su mente se había estancado en la edad donde la primavera no termina, un tiempo que sabe a helados, una edad amarilla de flores, trigo y sol.
La joven siguió estrellando sus pensamientos contra el pavimento gris, redibujando el espacio cosmopolita de una ciudad que, como ella, no dejó de crecer.
Con el tiempo la bautizaron “la Niña Loca”, y la miraban con una pena tierna, la alimentaban y le regalaban mantas para que se resguardara del frío invierno, hubo quien quiso llevarse aquellos ojos grises repletos de misterios, pero la Niña Loca, la muda sombra no dijo nunca nada y siguió limitándose a crear la ciudad desde sus manos y compartirla con todos hasta que venía la lluvia y le diluía los sueños.
Era entonces cuando ella corría con sus tizas a los soportales y escribía versos en las esquinas.
En un par de ocasiones hubo quien quiso internarla en un psiquiátrico, pero su comportamiento no contribuyó a llevar a cabo tal propósito.
Nadie podía hacerle daño a aquella criatura muda y gentil, todos la amaban y cuidaban de su bienestar aunque nadie trató de introducirse en su historia ni de ayudarla de otra forma.
Así pasaron los años, la Niña Loca seguía resquebrajando la tristeza y la monotonía con sus manos, moldeando al vida hacia un camino más bello.
Un invierno, el más crudo que se recordaba en la ciudad, la Niña Loca pareció perder la poca cordura que le restaba y, con gran ansiedad, se puso a dibujar sobre las paredes de los soportales, día y noche, una gran panorámica de la ciudad mientras, sobre las calles desiertas, la tormenta caía sin tregua.
Nadie se acordó de ella mientras estaban en sus hogares calientes y cómodos, nadie supo de aquella noche sino ella y la nieve hasta que, al día siguiente, cuando despertó la ciudad, se la encontraron dormida en su último sueño.
Sobre ella, en la pared de la calle, se levantaba el paisaje que había estado decorando durante tanto tiempo y los rostros de cuantos había conocido y, en una esquina, casi rozando el suelo, su propia imagen dormida y, en sus pies, su nombre, que más tarde plasmarían en una placa de bronce que, malherida por el tiempo, sería borrado.
Así, de su paso por la ciudad tan sólo quedaron unas tizas sobre los muros, baldosas frías que lloran desnudas cuando el viento cambia y una insignia que no recuerda su nombre.
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