Dicen que uno no se da cuenta de lo que tiene hasta que lo pierde. No somos capaces de disfrutar lo que realmente poseemos, y no hablo de materialismo, sino de la propia existencia vital que nos habilita la capacidad de discernir el propio momento. Esa propiedad innata de la que los seres humanos no disfrutamos realmente y que sólo recordamos cuando los estertores nos asolan y nos llevan a la otra vida donde jamás podremos respirar y llenar nuestros pulmones de recuerdos, vivencias, sueños y sentimientos. Es tarde siempre que se dice que se echa mucho de menos todo lo que se perdió. Es tarde recordar y añorar lo que uno pudo acariciar, oler, ver, en definitiva, sentir. Esta pesadumbre que me invade es la que os quiero evitar; por eso mismo os relataré a continuación mi historia.
No recuerdo exactamente cómo ni cuando empezó la manía, inquietud y obsesión que me llevó a esta situación. Sólo sé, y de esto puedo estar seguro, que esa psicosis me atrapó como una hiedra envenenando mi ser y fue creciendo poco a poco, día a día, y, sin darme cuenta, me consumió. No hay nada racional en los hechos, ni siquiera los psicólogos más reputados de la época me han podido sacar de este torbellino de locura, ni hallado explicación alguna al respecto. Me remito, pues, a la vaga reminiscencia que me perturba, aún hoy en día.
Desde muy pequeño tuve una educación bastante estricta, exclusivamente por mi madre, una mujer soberbia, recta y pedante, quizás demasiado estilizada para el nivel social en el que vivíamos. Aparentaba ser una señora con clase ante las vecinas, incluso cuando la comida escaseaba en los asquerosos platos que preparaba. Se hacía llamar Doña Sofía Ortega, cuando en realidad ni se llamaba Sofía ni se apellidaba Ortega. Tenía un ego demasiado realzado. Nadie la discutía, ni mi padre. El pobre trabajaba todo el día para darle los caprichos, puesto que era insaciable. Por suerte, tuvo una vida corta. Cuando celebré mi decimoctavo cumpleaños se suicidó. Fue el mejor regalo que he recibido en mi vida.
La pedagogía de mi madre era bastante particular, aún hoy creo que tenía una ética paradigmática, pero la llevaba a cabo de una manera poco ortodoxa: Su labor era insultar cuando criticaba; compararme con otros niños, que jamás tuvo la ocasión de conocer, pero eran sus prototipos de hijo; pero lo que más me irritaba sin duda era su persecución: me vigilaba a cada paso, me observaba cada minuto y esperaba, cual felino en plena caza, para lanzarse como una histérica y, según ella, “reconducirme en el buen camino”. Lo más curioso es que yo era un niño poco problemático, lo justo en cada etapa de crecimiento, pero aún así, era amedrentado drásticamente por la hosca mirada de mi señora madre. Le sacaba de quicio que fuera desordenado. Haragán y adán eran las palabras que más utilizaba. Si me quitaba la ropa: “¡Al armario, haragán!”. Si acababa de jugar con los Playmobil: “¡A su sitio, haragán!”. Si acaba de comer: “¡Al lavavajillas, haragán!”, y si se me olvidaba hacer algo: “¡Eres un haragán!”. Recuerdo que un día conté las veces que me llamó haragán: Treinta y tres veces. Desde que me levantaba hasta que me acostaba. Era una pesadilla constante. Me ayudaba a vestirme porque, claro, era un...Adán. Me ponía los botones de la camisa, la corbata, me peinaba, prácticamente estaba en sus manos antes de salir de casa, incluso fuera de ella también. Cada vez que salíamos al colegio se aferraba a mi mano y no me soltaba hasta dejarme delante del pupitre. Tenía miedo a cualquier situación y no me dejaba equivocarme en nada, no pude aprender nada de mis errores. Desconfiaba de la gente, por lo que no pude mantener ningún amigo. Si llovía, no podía salir de casa por si me cogía un constipado, pero si hacía mucho sol, tampoco me dejaba disfrutar, por lo de la insolación. Era el muñeco que nunca tuvo, era su Pinocho particular.
Hasta la juventud no supe anudarme los cordones de los zapatos, exactamente cuando mi madre decidió dejar el mundo arrojándose por la azotea. La pobre tardó una semana en darse cuenta que mi padre nos abandonaba para toda la vida, y a su vez, tardó tres días en ver que no podía continuar con el nivel de vida que llevaba sin ingresar dinero, un detalle del que no se había percatado, más cuando su único trabajo en la vida había sido mi exigente educación, que la llevaba las veinticuatro horas del día. Su mundo se desbordó, y decidió hacer lo mismo. He de reconocer que sentí un alivio al verla pasar por la ventana en picado hacia la acera, aunque el cartero, que pasaba justo a esa hora, no pensara lo mismo que yo. A pesar de que podía rehacer mi nueva vida con un rumbo diferente y obtener una vía de escape, las esquirlas de mi madre me hicieron mella en mis instintos y no supe deshacerme de ellas durante el resto de mi existencia.
Dada mi situación, tuve que empezar mi vida laboral, y, la verdad, no tuve muchos problemas para encontrar un trabajo con un encargado insensato e incoherente, un horario partido que me hacía perder todo el día y un sueldo base que me daba para vivir lo justo. A pesar de ello, en mi oficina se me empezó a respetar por mi puntualidad, mi elegancia y mi orden, por lo que tuve la oportunidad de ascender en menos de dos años a un puesto más solvente y obtuve un despacho privado en el que, por fin, tenía la potestad de organizarlo a mi modo de ser. Comenzaba así a coordinar por completo mi vida y, sobretodo, lo que más morbo me daba: ordenarla. Sólo el hecho de tener todo bajo control me hacía sentir bien, estaba orgulloso de mí mismo y mi ego se acrecentaba ante tanta seguridad. Me convertí en un tipo muy minucioso y maniático que evitaba la haraganería en cualquier circunstancia, no podía evitar las nauseas ante un comportamiento diferente al mío; porque creía sin ningún ápice de duda que mi ética era la mejor y la más correcta. Mi percepción de la vida se encauzaba hacia una espiral sin retorno, donde cualquier astilla con la que me cruzara durante el camino había que evitarla a cualquier precio.
Tuve la oportunidad, por desgracia, de toparme con una de esas astillas en poco tiempo. Fue uno de los peores días de tormenta que hubo en mi ciudad; los ríos se desbordaron; el viento azotaba a velocidades desorbitadas arrancando árboles a su paso; los coches parecían barcos sin control, un sometimiento que acució a toda la ciudad. No sé cómo pude llegar a mi casa, sólo recuerdo los efectos que me provocaron al ver tal desastre y desorden en ella: empecé a notar unas punzadas en el estómago, me faltaba el oxígeno al respirar, noté escalofríos que me recorrían todo el cuerpo, la boca seca y los ecos de la voz de mí madre insultándome. Sentí un vacío y un miedo que me erizaron los pelos, hasta que perdí el conocimiento. Los licenciados en medicina tenían claro que tal desvanecimiento fue provocado por el shock que me produjo la catástrofe en mi casa, pero yo no pensaba del mismo modo. Poco tiempo tardé en descubrir cual era la chispa que desembocaba en ese torbellino corporal.
Durante la recuperación en el hospital, me compré una nueva casa, exactamente el piso decimocuarto en la calle salud. No fue casualidad mi elección, ni mucho menos fue casual rechazar el piso debajo del mío. Por recomendaciones de un compañero de trabajo solicité que me decoraran la casa; muebles; cuadros; lámparas... Me despreocupé de una ardua tarea y pude descansar, como me dijeron los doctores, mientras una empresa especializada me ordenaba mi nuevo hogar. Mi inquietud en la cama del hospital donde me atendían día y noche me empezó a rememorar viejas pesadillas que creía solventadas, por lo que decidí salir de allí lo antes posible. En el trayecto a mi nueva casa me compré ropa nueva y una botella de champán francés, estaba muy ilusionado con el estreno; pero la alegría duró por poco tiempo. Cuando abrí la puerta y empecé a observar la decoración que me hicieron mis palpitaciones acrecentaron por segundos, aquella ordinariez en las paredes me hizo temblar de odio, los sudores se apoderaron de mí, estuve tiritando al pasar a mi habitación y cuando entré en ella se me quitó el apetito y el vacío en el estómago estalló como un volcán. Para evitar llegar al punto de retornar los ecos maternales me dirigí al baño, vomité el asqueroso desayuno del hospital y me intenté relajar. Me tumbé en la bañera, que al parecer era el único lugar donde habían sido algo coherentes, respiré profundamente, pensando en blanco, aniquilando mis prejuicios, eché valor y la emprendí a golpes con todo el inmobiliario que me habían ordenado a su gusto. Llamé a los decoradores y les amenacé con denunciarles por mal gusto, aunque a groso modo sonara ingenuo mis gritos les hicieron rebajarse a amueblarme todo el piso con el estilo que yo eligiera. De este modo, entendí perfectamente de dónde venían las nauseas y qué las provocaba; pero lo más importante de todo es que las tenía en mis manos y podía controlarlas. La única manera que había para evitarla era haciendo caso a mi instinto, que inconscientemente estaba vinculado con mi niñez; pero en esos momentos no me daba cuenta, por lo que mi vida me conducía a un único objetivo: evitar a toda costa el miedo a las nauseas, o sea, el miedo al descontrol. Tenía que evitar el miedo. Tenía que estar alerta en todo momento. Tenía que ser muy precavido.
Las reminiscencias evocaron pronto en mi boca al ver el armario de la ropa, lo que me indujo, por el bien de mi estómago, a reglamentar las estanterías del mueble. Esto es: forré el interior con pegatinas de cuadrículas numeradas. De este modo, podía organizar la ropa de invierno y la de verano. Las camisas las coloqué a cinco centímetros de los pantalones y las ordené por colores. La ropa interior y los calcetines los tuve que poner en cajones diferentes para que no se mezclaran. Los blancos estaban a la izquierda y los de color a la derecha, también les clasifiqué por fecha de compra, así podía controlar el tiempo de desgaste que tenían, y si era preciso cambiar de marca. Al finalizar con el armario pude observar que ya no era un simple cubo de madera, sino mí armario. Un equilibrio en las formas que evitaban a toda costa el miedo a la divergencia y a lo pueril. Lograba, entonces, una dimensión pulcra. Este torbellino de prudencia continuó en el resto de la casa: en las estanterías coloqué los libros por autor, a su vez, por fecha de edición. Tuve que hacerme una base de datos en el ordenador para poder controlar meticulosamente la biblioteca que poseía, incluso, escaneé las portadas para afinar mejor los datos. Por supuesto, en la cocina actué del mismo modo con la estancia donde almacenaba la comida. De ningún modo podía equivocarme e ingerir algún alimento caducado. El control tenía que ser exhaustivo, de ello dependía mi vida; por lo que llené de etiquetas todos los armarios con las fechas de caducidad, día de compra, marcas, etcétera. Tras acabar el control de cada esquina de la casa respiré tranquilo durante un tiempo.
De este modo, mi vida continuó control tras control y se convirtió en algo cotidiano, me acostumbré a las anotaciones, los pósit, las bases de datos... Me había olvidado de las nauseas y los temblores porque mi instinto actuaba de inmediato ante cualquier temor. Evitaba cualquier miedo que estuviera alrededor mío, que me pudiera afectar, ya que, instintivamente, era un ser neurótico y cauto ante cualquier amenaza, por absurda que pareciera. Mi terquedad hacia la felicidad utópica en la que vivía me cegaba ante la realidad.
La panacea del bienestar en la que me encontraba fue afectada cuando cumplí los treinta. Como cada día: me duchaba; me afeitaba; me acicalaba y me secaba el pelo. Si había algo en mi cuerpo que me cuidaba, sin lugar a dudas, era el cabello que lo mimaba con buenos, y caros, champús, máscaras y demás productos que tan obstinadamente te incitan a comprar los peluqueros de postín. Pero el destino quiso jugarme una mala pasada y descubrí algo que me desquició: una cana. No quise alarmarme ante la impresión y preferí ser cautivo ante el hecho. Arranqué el pelo blanco. Pero ingenuo de mí, no iba a acabar ahí la pesadilla. El típico compañero gracioso, es decir, gordo y feo con complejos que alude al encontrarlos en los demás, me informó de que me había salido otra cana. Intenté salir al paso con cierta educación, en vez de haberlo matado ahí mismo clavándole la pluma en la garganta. Pena que tenga nauseas al ver el viscoso líquido rojo. Tras dar esquinazo al pedante de mi compañero me contuve las arcadas hasta que llegué al baño, donde me desahogué. Miré amargado mi cabello en busca del maldito pelo canoso. Lo encontré. En la coronilla. En el mismo lugar donde me lo había quitado hacía días. Mi organismo no resistió la impresión y empezó a arderme el estómago de nuevo, mis pelos se erizaron como arqueros en posición de ataque y mis miedos salieron a relucir: la vejez. Opté por dos drásticas decisiones: una fue raparme el pelo al cero, de este modo, no cabía la posibilidad de mostrar ningún pelo blanco, y la otra, la más arriesgada, fue dejar de cumplir años. Aunque en apariencia sonara estúpido y pueril, mi propio ego se autogestionó con la decisión. Fui tajante al contárselo a los colegas del trabajo: No quería cumplir más años, no quería que se me recordara la fecha en la que nací, estaba obcecado en que cada uno de los que la supieran la borrara de sus calendarios y si alguno osara en comentármelo se las vería conmigo. Fue tal el axioma que mis palabras cautivaron en el ambiente, en realidad, se confirmó la ascensión de mi neurosis y el alejamiento de la mayoría de mis compañeros. Lo que yo pensé que era un aura insigne, era, sin duda, una confirmación de mi enfermedad. Por mi parte, me sentí mucho más seguro así. Calvo; pero sin años. Era la única manera de evitar el miedo a la vejez. Había que ser precavido.
Este suceso fue la punta del iceberg que originó en mí un hombre más obstinado, vigía y cautivo. Empecé a sentir ansiedad a cada paso, y a penas dormía. Una tarde que me encontraba en la panadería oí comentar a una vecina que a la amiga de su prima la habían atracado en su propio portal a punta de navaja, y que por poco la abrieron el cuello en canal. Estas últimas palabras despertaron en mi mente la estrepitosa imaginación de vivir en mis propias carnes tal suceso, lo que me provocó un estupor por todo el cuerpo poniéndome la piel de gallina. Al instante, una punzada en la espalda me paralizó y un zumbido inundó mi tímpano. Mis brazos se debilitaron, apenas podía articular palabra y empecé a perder la vista poco a poco. Era tal la sensación de vértigo que aún no sé cómo no me desnuqué allí mismo. Una vecina se dio cuenta de que mi cara cambiaba de color por momentos e intentó despabilarme, pero mi reacción fue violenta y agresiva hacia la gente que no paraba de gritar despavorida por mi alrededor. Un señor se encaró conmigo al ver mi actitud y las nauseas se apoderaron de mí. Me entró un miedo atroz a toda esa muchedumbre cansada de su vida monótona e impaciente por expiar un altruismo falso e hipócrita, por lo que huí con avidez a mi casa. Me encerré con llave, me relaje al sentarme tras la puerta y eché los restos en el pasillo antes de perder el conocimiento. Cuando desperté era de noche. Recogí con sumo cuidado el desastroso pasillo, lo limpié y reflexioné mis siguientes decisiones: A partir de ese día iba a trabajar desde casa, los informes les enviaría por correo electrónico, confirmaría mis decisiones por fax y las reuniones las haría con mi nueva cámara Web; Las compras las podría hacer por internet o llamando por teléfono a la tienda, recibiría en mi casa la comida, ropa o cualquier utensilio que se me pudiera antojar. De este modo, ya no tendría que aguantar las nimiedades de mis compañeros, no tendría problemas con el roce de la gente en la calle, sus miradas, sus alientos pestilentes. Evitaría, así, los atracos, insultos, peleas, accidentes fortuitos que acontecen en la urbe, o cualquier percance que pudiera surgir al lado de esa sociedad en estado comatoso con un futuro incierto ante tanta vaguedad y nihilismo. Era una decisión tan gratificante como radical; pero en la que sólo veía ventajas. El control en mi vida era absoluto. Ya nada ni nadie podían invadir mi región, mi propiedad, mi ser, mi ego. La misantropía no era un problema, sino la solución ante tanta banalidad. Mis miedos decrecieron en un alto porcentaje.
Comenzó así, una etapa gratificante en mi vida que no había disfrutado desde que cambié de decoración al nuevo piso, una sensación de placer tal que me daban escalofríos; pero esta vez de regodeo. Ahora podía sentir por completo el control de mi piso, de mis circunstancias y de mi propio ego, que me hizo azulejar el baño de espejos. Sentía la necesidad de complacerme con mí propio cuerpo todas las mañanas, allí metido disfrutaba aún más y no quería saber nada del exterior, del resto insignificante que habitaba fuera, de sus odios, sus manías, sus quejas, sus olores, eran personas que no se adaptaban a mi propia vida, eran incapaces de comprender y estar a la altura de mi ética y mi moral. Yo hacía porque pudieran progresar con mi estilo de vida donde no daba nada por hecho, había que trabajar en cada detalle para poder convivir en armonía; pero fue en vano, sus cerebros simiescos se oprimían entre ellos y, peor aún, eran dañinos a su propio espíritu. Si no llegaban a quererse a ellos mismos, cómo iban a querer a los demás. Tanta reflexión me hizo vanagloriar la misoginia que retenía desde que conocí a mi madre, es decir, desde que abrí los ojos por primera vez. Era un hecho indefectible el odio a las mujeres, y como consecuencia de ello, sabía, sin lugar a dudas, que tarde o temprano la aversión a los hombres iba a recaer en mí.
La espiritualidad reinaba en los límites que podía controlar, es decir, hasta los muros de mi apreciado hogar, en cambio, fuera seguían discutiendo por la tardanza del metro, el cambio climático que nos llevaba a una catástrofe, el nuevo gobierno... los límites de la podredumbre se acercaban cada vez más a las sociedades más avanzadas. El que no estaba podrido por fuera, lo estaba por dentro: la avaricia les corrompía a todos como manzanas podridas, era el virus del nuevo siglo que incrementaba cuando más dinero poseían. Estos vómitos continuos los escupía la televisión todos los días, y harto de tanta estupidez decidí dejar de verla. He de decir que esta medida me llevó a buscar nuevas vías de escape al tiempo libre y, a su vez, me catapultó a una inquisición a cualquier tipo de ocio que transitaba por mi casa: la música empezó a asustarme con tanta cursilería, fabulas o reivindicaciones absurdas que no amedrentaban ni un ápice de mi estupor, por lo que la caza de brujas comenzó con los discos de pop de los noventa, pase a continuación a la quema de los elepés más hits de la historia de la música española, aunque suene descabellado intuí ciertos alaridos en la pequeña fogata que organicé en el balcón. Los malos presagios se consumían en cada disco compacto que revoloteaba aún en mi cabeza. Por la noche, descansé como un niño.
No pasó ni una semana cuando empecé a sentirme mal. Me picaba el cuerpo por todas partes, tenía ardores en el estómago y los principios fatales me perturbaron de nuevo. Para evitar pensarlo me duché con agua fría y poco a poco me fui calmando. Me escurrí en la bañera, goteando y temblando; pero relajado. Salí de la ducha y no me sequé. Anduve todo el día desnudo por mi casa. Trabajé duro y sin parar hasta que anocheció; pero valió la pena, ya que, por una parte, pude acabar el informe que teníamos que presentar para la supuesta adquisición de nuestra empresa por parte de los teutónicos, y por otra, deduje que de hoy en adelante no iba a vestirme jamás; por lo que vacié los armarios y quemé todo mi vestuario. Este hecho repercutió en mi estilo de vida: las bases de datos con toda mi vestimenta, los muebles milimetrados, etcétera. Ahora tomaba un nuevo rumbo mi decoración, y, fue entonces, cuando algún petulante mueble empezaba a molestar y organicé un estilo más simple en todas las estancias.
Los problemas no hicieron más que empezar cuando empecé a notar mi piel más seca, y en algunas partes, más sucia. Tenía la necesidad de estar bajo la ducha constantemente, lo que me repercutió en el rendimiento del trabajo, por primera vez en mi vida laboral entregué unos informes tarde. A mis superiores no les hizo mucha gracia toda las exquisiteces que me tome en su día; en cambio sabían que era un trabajador eficiente para la empresa y eso sólo significaba rentabilidad; pero el hecho de que me confundiera tan sólo un día era la excusa perfecta para sacar todos los trapos sucios y aturdir mi pertinente tranquilidad. Viví el comienzo de mi debacle aquella fatídica noche que apenas pude dormir. Sentí ahogo en cada recuerdo de las palabras que me afligieron, di vueltas y más vueltas por el colchón, los sudores me irritaron todo el cuerpo, sentí picores, dificultad para respirar, empecé a hablar solo como si hubiera perdido la cordura, mi imaginación perdió toda lógica y naufragó en una espiral de enajenación y quijotada. Cuando desperté, el estupor me invadió al observar el horror que me había abatido aquella funesta noche. Las sábanas habían perdido el esplendor del primer día y se habían convertido en un sucio trapo lleno de manchas rojizas. El colchón olía a pestilencia de vómitos y orines, al igual que la almohada, o más bien, lo poco que quedaba de ella, ya que la espuma estaba esparcida por todo el cuarto. El reflejo de mi imagen no engañaba: tenía magulladuras por todo mi cuerpo, heridas profundas cicatrizadas por el sudor, roces en las ingles, los codos y la cabeza. No había parte de mi cuerpo donde se hallara calma. Me encontraba hundido en mi propio ser, ya no sentía nauseas, ni escalofríos, no pensé en nada, tenía una especie de descanso extraño que, a la vez, me hacia sentirme bien. Los espejos no mentían, me había convertido en un ser monstruoso autogestionado por mi propio ego, y, ahora, ese mismo ego me estaba destrozando. Todo ese bagaje de moralinas y éticas cohabitaban en mi mismo, ya no formaban parte de mi propia lucidez, se habían emancipado y me convirtieron en un enemigo más a extinguir. Las críticas a otros me las escupía en mi propia imagen. Directas y sin tapujos. Ya no formaban parte de mi propia alienación, ya que mi propio ser me había superado y comprendí su soberanía. Me rendí ante él. No tenía escapatoria, ni mis lloros ni plegarias bastaron para auto convencerme y postrado ante las infinitas imágenes que se distribuían en los espejos del baño me suicidé.
Gustavo Prieto García (Valladolid, 1979). Tras finalizar sus estudios de Técnico Superior en Imagen se traslada a Madrid para formarse como guionista. Continúa su afición por el cine realizando su cuarto y quinto cortometraje en la capital. L'amour, su último trabajo, fue rodado en cine (S16 mm) y, además de conseguir más de 60 selecciones, obtuvo nueve premios. Trabaja en varias productoras y continúa su afición de las letras escribiendo cuentos y novelas. Maniquíes es un relato de terror que forma parte de un recopilatorio de otras historias de este género publicado en el libro «Déjame salir» de la editorial Círculo Rojo.
web: http://www.gustavoprieto.com/
blog: http://gustavoprieto.blogia.
Tamara Román Barbero (Madrid, 1983), Licenciada en Comunicación Audiovisual, y Técnico en Aplicaciones Multimedia. Desde muy joven y hasta hoy sigue con su pasión por la fotografía. En 2008 decide compartir su visión del mundo a través de internet con su página www.observamasquemira.es.
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