Me
estaba meando, necesitaba ir al servicio. Me escabullí por debajo de
los asientos buscando el lavabo. Entonces descubrí que el que hacía
de león se fumaba un cigarrillo con la princesa rusa, a la que
echaba el humo a la cara y cogía por la cintura; princesa,
barriobajera, que acababa de hacer acrobacias encima de los
elefantes. La cabeza de león estaba en el suelo, al lado de ellos.
Iba a preguntar cómo ir al servicio, pero antes de hacerlo oí un
«quítate niño» de uno de los payasos que discutía con el
presentador, quien a su vez estaba comiéndose un bocadillo de
chorizo y se limpiaba la grasa en la capa negra brillante. Aquello
fue peor que enterarme de que los reyes eran los padres, peor que si
se hubiera descubierto que la bella durmiente se drogaba, que el hada
madrina y el príncipe eran amantes, y que la madre de Bambi había
fingido su muerte para librarse del hijo.
Todo
el encanto del circo se desplomó; el hombre-bala, el domador de
leones, los equilibristas, los payasos. Toda esa magia. Había algo
obsceno en el descubrimiento. El mal olor de los animales, las
cagadas de los elefantes, el chihuahua del domador ladrándome, el
domador escupiendo, sin hacerme caso. «El servicio, por favor». Y
la mirada diabólica del payaso triste. Me meé encima.
No
quise volver al circo. Mi madre nunca supo el porqué. Creo que fue
desde ese día que empecé a bucear en el mundo real, con maquillajes
descoloridos, y sin las máscaras de la infancia. El mundo del circo
estaba podrido, la vida estaba podrida. Era como pasar a otra
dimensión, en una edad en que querías aferrarte a los sueños, en
que confiabas en un mundo fantástico, aunque supieses que no
existía.
Aquella
tarde se me cayó la carpa encima, todavía no me la he quitado. Hoy
voy con mis hijos al circo y rezo para que no les entren ganas de
mear.
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