Ojos brillantes y sonrisa de satisfacción en Alicia
cuando, eufórica, escapa al bosque:
corretea por los senderos, acogida por la sombra de los
árboles,
saluda, coqueta, a las ardillas y a los pájaros de sus
ramas,
explora las madrigueras, anhelando un encuentro
con el simpático conejo blanco y su reloj dorado de
bolsillo,
se tumba al sol, cerca del riachuelo
pero pronto aparecen los guardianes,
y Alicia se ve acorralada por dos enfermeros y un
frívolo doctor
que someten su alma risueña a una camisa de fuerza…
Pobre Alicia.
El
diagnóstico: alucinaciones paranoides, desequilibrio mental.
Porque
los enormes conejos que tocan la trompeta
y
los gatos traviesos e invisibles no existen.
Porque
ella no fue testigo de la muerte del último dodó.
Porque
su imaginación concibe gusanos fumadores de opio.
Porque
el ritual del té y las pastas comienza a las cinco de la
/ tarde.
Porque
una monarquía desalmada de aficionados a rebanar
/ pescuezos
es
una visión surrealista.
Pobre loca.
Y
Alicia se rinde, sumisa: se deja arrastrar por sus captores,
asume
la medicación psiquiátrica recomendada,
¿pero quién podría asegurar que Alicia estaba tan
mal de la
/ cabeza?
Simplemente le afligía habitar
entre la contaminación atmosférica,
comida basura, primas de riesgo,
príncipes y princesas desleales,
hipotecas, miserias,
y poetas nihilistas.
Y por eso, el corazón se refugió en su realidad.
Dios
te bendiga, Alicia.
Dios bendiga a los locos.
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