Lucía,
inmersa en la oscuridad que le proporcionaba el diminuto cuarto de
apenas cuatro metros cuadrados exento de ventana, lejos de venirse
abajo por lo incómoda de la situación, sonreía en silencio. Ahora,
por fin, pese a encontrarse presa, se sabía en libertad. Había
puesto fin al doloroso yugo que durante años había venido
atormentándole.
Todo
había ocurrido demasiado rápido. Apenas
cinco horas antes, se encontraba aterrada, en el mismo rincón de
costumbre, esperando la brutal paliza que su marido tenía a bien
propiciarle tras uno de sus numerosos escarceos nocturnos, donde, por
efectos secundarios del alcohol ingerido, transformaba la superficial
amabilidad en un ogro de difícil contención. Pero esta vez,
postrada en su lugar habitual de tortura, había llevado consigo el
cuchillo más grande que tenía en la cocina. Cuando Ernesto, que así
se llamaba su marido, se dirigió a ella para regalarle su dosis
etílica de trato especial, fue recibido con el filo helado y
cortante que, con aire decidido, atravesó su corazón, llevando con
ello a una muerte rápida a su agresor.
Con
el cuerpo cubierto en sangre situado a sus pies, Lucía llamó a la
policía para transmitir su buena noticia. Ella solita había acabado
con sus pesadillas de una puñalada mortal. Apenas quince minutos
después, esposada, emprendió el camino a los calabozos. Lejos de
acompañarse de una angustia por la recientemente adquirida viudedad,
una amplia sonrisa se intuía en su cara. Sonrisa que reflejaba la
alegría por la libertad adquirida.
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