Qué, y ahora qué, prorrumpió El Moco, aburrido, pasándome un pitillo. Me encogí de hombros y sonreí, resignado o rendido, no sé, no se puede saber todo. Estábamos en el parque, no habíamos ido al mierdoso instituto, la mañana del martes se iba lentamente al infierno con sus inenarrables éxitos y el último litro de cerveza yacía en el suelo. Pensé entonces que podíamos hurgarnos las narices respectivas o manotearnos las pelotas, podíamos incluso buscar a alguien que nos invitara a un trago, un buche de vino o veneno, daba igual, tampoco se podía ser exigente y hasta podíamos hacer el pino o asaltar un banco.
—Podemos asaltar un banco, le dije, iluminado.
—Sí, con esto, dijo sacando el cortauñas que solía llevar para cortar el chocolate.
—Tranquilo, Morgan, en casa tengo una pipa del nueve largo.
—Sí, de las que disparan guisantes o bolitas.
—No, de imitación, es una réplica, seguro que da el pego y nos llevamos hasta la pasta del monopoly.
Y entonces nos miramos, burlones, y tranquilamente fui a casa, allí al lado, y busqué el juguete de mi hermano, una pistola galáctica de agua de un verde chillón, fosforito, con la culata rojo escarlata. La llené de balas en el grifo de la cocina, le puse el seguro del tapón y volví al parque, silbandito. A unos pasos había una Caja de Ahorros, la señalé con el dedo.
—Esa mismo.
Y hacia allí fuimos, en silencio, como quien va a comprar pipas o tabaco, yo delante, pateando latas y piedras y recordando que el Bukoswki se había muerto el día anterior y el amigote detrás, con las manos en los bolsillos y su sonrisa de guasa, siguiéndome el rollo. Llegamos a la puerta y miramos a través del cristal. No había nadie, ya casi estaban a punto de chapar. No hablamos ni hicimos ningún plan, ni de atraco ni de nada. Simplemente entramos. Y allí dentro, entonces, me oí gritar:
—Que no se mueva ningún hijo de la gran puta —dije, sí, corajudo, buscando una cabeza, algo adonde apuntar. Detrás del mostrador, a un par de metros había una especie de calvo larguirucho, con la boca abierta, levantando muy lentamente las manos, mirando estupefacto hacia la pistola de ciencia ficción. No se oía ni una mosca, bueno sí, se oía la risa trapajosa del Moco, partiéndose el culo detrás mía, diciéndome mamón qué haces mientras me tiraba de la chupa y me llevaba hacia la puerta y yo, andando hacia atrás, cubría peliculeramente el paripé sujetando el arma alucinante con las dos manos y moviéndola de un lado a otro y antes de salir, también a carcajadas, disparé, por fin disparé, y el chorro de agua salió como un tiro y le mojó al calvo atónito la cara pálida.
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