La cuarentena ha llegado
a su fin. Durante un mes largo, las calles, vacías de coches y ausentes de
voces, se habían poblado de silencio, y los vecinos enclaustrados en sus casas
parecían haberse contagiado de esa misma quietud. En las escasas salidas para
comprar alimentos, ella descubrió una ciudad muda, un animal tranquilo y
callado que acaba de despertar envuelto en una algarabía de bocinas, gritos
entusiastas y músicas desenfrenadas que surgen del asfalto y de toda ventana
abierta, en celebración del retorno a la normalidad. Ella también abandona su
encierro: ha decidido irse a vivir a una isla desierta.
El día después. Ana Grandal |
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