lunes, 8 de marzo de 2010

EL INSOMNIO. Pepe Pereza

Llevaba un horario de vampiro. Se acostaba al amanecer y se levantaba entrada la noche. Hacía tanto tiempo que era así que no podía recordar cómo había llegado a ese desequilibrio. Siempre le costó conciliar el sueño, se pasaba horas enteras tumbado en la cama esperando, cada vez más nervioso, más desesperanzado, llenando el cenicero de desilusiones, leyendo hasta que sus ojos cansados empezaban a desenfocar las palabras, escuchado las lánguidas emisiones de los programas de radio nocturnos, cualquier cosa para continuar tumbado en la cama. Después de varias horas concentrándose para conciliar el sueño quedaba extenuado, hasta que por fin, la claridad del nuevo día se colaba entre las rendijas de la ventana cerrada y llegaba el sueño. Al penetrar la tenue luz por la rendija de la ventana y encontrarse con la oscuridad del dormitorio se generaba un efecto de cámara oscura. El exterior de la calle quedaba nítidamente proyectado en el techo del cuarto, como si en la penumbra alguien hubiese puesto en marcha un proyector de cine. Mirando ese reflejo mágico, regalo de las maravillas de la óptica llegaba el momento en que por fin conseguía dormirse.


Desde que ella se había instalado allí algunas cosas habían cambiando. La casa había cobrado vida, el frigorífico estaba lleno, la cocina se plagaba de apetecibles aromas a las horas de comer, la lavadora había resucitado y los tendederos blandían al viento las ropas bien lavadas con cariño y suavizante, del espejo del cuarto de baño desaparecieron las salpicaduras de dentífrico, las cortinas del salón recuperaron sus colores originales y las veladas nocturnas se disfrutaban ahora con frutos secos y programas de televisión.

Todo era perfecto.

Bueno... casi perfecto, porque el insomnio seguía haciendo presa en él, y con ella acostada a su lado, esas horas de espera eran más negras y tediosas, pues tenía que prescindir de todos esos complementos que le ayudaban a ir sobrellevando el tiempo: la lectura, la radio, fumar… Cualquiera de esas actividades la hubieran despertado, y ella madrugaba, así que sus horas de sueño eran sagradas. Él temía cada día más la hora de irse a la cama, tener que soportar a oscuras el paso de cada minuto, reprimiendo la necesidad de cambiar de postura, ahogando cada bostezo, cada anhelo... De vez en cuando no lo podía soportar y se levantaba para matar su aburrimiento viendo los teletiendas o simplemente quedándose sentado sin hacer nada en una especie de letargo demencial.

Ese horario desorganizado y deforme le estaba haciendo enfermar. Aunque él no tenía trabajo debía levantarse antes de que ella llegara del suyo, hacer la compra en el mercado y preparar la comida, con lo cual apenas le quedaban una pocas horas para dormir. Estaba siempre tan cansado que la relación entre los dos se fue deteriorando por momentos. El mal ánimo se instaló en la casa como un inquilino fijo. Él intentó combatir el insomnio a base de litros de valeriana y un recital de somníferos, pero todo fue en vano, y pronto se vio solo de nuevo. El frigorífico se fue vaciando, los tendederos también, el fregadero de la cocina se llenó de platos mohosos y cubiertos resecos, el espejo del baño recuperó los puntitos de dentífrico... y él siguió su vida de vampiro, esperando a que el amanecer entrase por la rendija de la ventana y proyectase sobre el techo las mágicas imágenes que le prometían que el sueño estaba cerca.

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