Recordaba haber dormido de pie en un tren, apoyado en una esquina, hace ya años, en aquellos viajes sin AVE y sin calefacción en vagones que olían a vidas rancias y remotas. Claro, eran otros tiempos, es evidente ¡Aún se podía fumar en los vagones, imagínense!
Foto by Patricia Maestro
Recordaba haber llegado deshecho del trabajo, ir a ver a la chiquitina, arroparla, darle un beso y plantarse en la alcoba para que la “jefa” supiera que ya estaba de vuelta. Luego, duchita, café con leche y dos madalenas (ni una más, ni una menos). Apagaba el cigarrillo en la cocina y, sigilosamente, se deslizaba en la cama, siempre de cara a la ventana (manías, ya se sabe).
Recordaba la gratitud del sueño y la fantasía, el bienestar de los colores y las pausas que brotaban como por ensalmo, sin pretenderlos ni buscarlos, al amparo de la complicidad de la noche.
Recordaba la sensación gratísima de las sábanas recién planchadas. Recordaba el aroma de ella y su tacto.
Recordaba pasear a las tantas, escapando del calor levantino y meterse en la cama cuando ya empezaba a refrescar… un poco. Recordaba que enojaba saber que la hora de levantarse era cuando se podía respirar medianamente.
Sabía que ni siquiera esos recuerdos le permitían refugiarse en ellos y conciliar el sueño. Sabía que, en ese caso, era mucho mejor levantarse, acabar ese libro que siempre está esperando la atención, escribir cualquier bobada (aunque sea ésta), salir al patio y ver que ya no hay jazmines y que la luna se filtra entre las nubes en un gris-azulado que ilumina el hielo de la noche.
Otro, Febrero 2010.
Foto by Patricia Maestro Recordaba dormir en las noches de verano oliendo el jazmín del patio y mientras su padre regaba copiosamente las enorme piedras de granito tosco, para provocar que el fresquito del agua del pozo subiera hasta las habitaciones y, mezclado con los grillos, el jazmín y la fatiga de no haber parado en todo el día, le llevaran, en un sueño, a suspirar, a estirarse hasta crujir y a abrazarse a la almohada.
Recordaba haber llegado deshecho del trabajo, ir a ver a la chiquitina, arroparla, darle un beso y plantarse en la alcoba para que la “jefa” supiera que ya estaba de vuelta. Luego, duchita, café con leche y dos madalenas (ni una más, ni una menos). Apagaba el cigarrillo en la cocina y, sigilosamente, se deslizaba en la cama, siempre de cara a la ventana (manías, ya se sabe).
Recordaba la gratitud del sueño y la fantasía, el bienestar de los colores y las pausas que brotaban como por ensalmo, sin pretenderlos ni buscarlos, al amparo de la complicidad de la noche.
Recordaba la sensación gratísima de las sábanas recién planchadas. Recordaba el aroma de ella y su tacto.
Recordaba pasear a las tantas, escapando del calor levantino y meterse en la cama cuando ya empezaba a refrescar… un poco. Recordaba que enojaba saber que la hora de levantarse era cuando se podía respirar medianamente.
Sabía que ni siquiera esos recuerdos le permitían refugiarse en ellos y conciliar el sueño. Sabía que, en ese caso, era mucho mejor levantarse, acabar ese libro que siempre está esperando la atención, escribir cualquier bobada (aunque sea ésta), salir al patio y ver que ya no hay jazmines y que la luna se filtra entre las nubes en un gris-azulado que ilumina el hielo de la noche.
Otro, Febrero 2010.
1 comentario:
Mi padre!!! de dónde iba a salir yo?
BUENÍSIMO COMO TODO LO QUE ESCRIBE!!
Publicar un comentario